Media Distancia
Atalanta, un club deportivo y de mujeres en tiempos de restricción
Ariel Scher
Periodista.
Justo 120 años antes de que una selección argentina de fútbol desembarcara en Nueva Zelanda y en Australia para volverse mundial y de mujeres, otras mujeres, también argentinas y también deportistas, empezaban algo que merecía y merece ser mundial. Algo: un club. Y qué club: el Atalanta. Y qué club: un club a contramano de viejos vientos y de conservadores tormentosos. Un club deportivo y de mujeres en un tiempo en el que excesivos y controladores ojos restringían casi toda vinculación entre el deporte y las mujeres. O entre las mujeres y casi todo.
«Está destinado a perecer», auguró, con una certeza mucho menor a la eficacia con la que las socias del Atalanta hacían ejercicios en el invierno porteño de 1903, un periodista del diario La Argentina, medio espantado porque un grupo de muchachas desplegaba, sobre el piso de Buenos Aires, aquello que aún no estaba permitido en la escuela. Las actividades ganaban espacio en un predio de la calle Alvear y no se parecían en nada a los movimientos que distinguen a los planteles que se ilusionan en el Mundial que se escenifica en los mejores estadios de Oceanía. Aquel cronista disgustado apuntó así de duro: «La teoría de la Educación Física la podrán aprender las socias del librito del Dr. Romero Brest». Y desestimó cualquier posibilidad de éxito porque las damas sólo podían intentar «un juego de lawn tennis». Un ‘cachito’ de verdad emergía de esa sentencia fiera: al tenis (y al golf, y al cricket, y a poco más) lo tenían autorizado las mujeres de las clases altas y para esa época ya había torneos femeninos en los principales y selectos recintos donde los sectores dominantes de la sociedad argentina, se socializaban, entre otras vías, a través del deporte. Por ejemplo, las biografías de Victoria Ocampo, la audaz y decisiva mentora de mucho movimiento literario en la Argentina, con valor desafiante pero parte de una emblemática familia de los núcleos encumbrados de esta tierra, dicen que conoció a su marido Luis Bernardo de Estrada, mientras ella jugaba al tenis. Sin embargo, lo de las pibas del Atalanta portaba otro tipo de reivindicaciones.
Es exacto que las ideas de Enrique Romero Brest, el del «librito», médico y correntino, «el padre de la educación física argentina» de acuerdo a un excelente trabajo del investigador Pablo Scharagrodsky, gravitaban en el Atalanta. Aunque su comprensión suene muy distante de lo que desnaturalizan y enseñan hoy los feminismos, sin dudas que rechazaba que la apropiación (deportiva y no deportiva) de los cuerpos le correspondiera sólo a los varones. Lo aseveraba en párrafos -citados por Scharagrodsky- con este sello: «No basta la vida al aire libre, la vida en el campo, es necesario ponerse en contacto con el aire y con el sol, es necesario además que el pulmón y el corazón entren en actividad y eso sólo es posible con el ejercicio muscular». De allí que una misiva estampada también en La Argentina y suscripta por una socia del Atalanta le rindiera tributo a Romero Brest -socio honorario y director técnico de la entidad-: «Esta idea, tan grande en su fondo como en los fines a que tiende, hubiera permanecido ignorada, abandonada, si no hubiera aparecido una especie de profeta destinado a ayudar».
La primera presidenta del Atalanta fue Matilde Larrosa, una maestra cuya designación como suplente brota apenas visible, de nuevo en 1903, en una hoja de la tradicional publicación El Monitor de la Educación. Como vice, ejercía Emma Day, militante socialista, oriunda de la isla de Martín García (donde cumplía funciones su papá militar), docente de larguísimo recorrido -inclusive en las cárceles a las que fue llevada a causa de su compromiso político-, propulsora de la patria potestad compartida, del divorcio y, desde luego, del voto para las mujeres. Los estatutos del club -con acciones ya en 1902, pero formalizado en 1903- empezaban con la enunciación de lo que llamaban «Bases y fines». En el segundo punto, sin amagues, flameaba el foco del proyecto: «Combatir los prejuicios sociales que impiden a la mujer entregarse a una buena educación física». Faltaban décadas para que la francesa Simone de Beauvoir lanzara su famoso «el cuerpo es el instrumento de nuestro dominio en el mundo», pero más que semillas de esa síntesis germinaban en este costado del mar.
Scharagrodsky lo abrevia de modo nítido: “La mayoría de las mujeres que simpatizaron con las diferentes corrientes de los feminismos hicieron referencia a la importancia de la cultura física y de la educación física en las niñas y mujeres. Con matices, sus preocupaciones se centraron en tres cuestiones básicas: 1) el reconocimiento de las habilidades y capacidades físicas de las niñas y mujeres; 2) la necesidad de una mayor estimulación de la cultura física y la Educación Física en las escuelas y en los colegios; 3) la creación y el fomento de clubes femeninos con el objetivo de acrecentar la participación de las niñas y mujeres en la gimnasia, los juegos y ciertos deportes”.
Socias del Atalanta o gentes afines a su movida intervinieron de manera potente en el Congreso Femenino Internacional, efectuado en Buenos Aires en 1910. Allí expuso, entre muchas, Agustina Maraval, reclamando la autonomía moral y social de las mujeres y planteando la nítida asociación de estos objetivos con la educación física y con la generación de clubes. En una notable indagación sobre ese Congreso, la pedagoga Silvina Clara Franceschini ubica a buena cantidad de los discursos propulsores de la educación física femenina en una línea organicista, o sea desde un paradigma interpretativo por el que «en esta particular relación entre cuerpo individual y social se manifestaba la responsabilidad femenina de perfeccionarse con un fin que las trascendiera. Para lograrlo, se requirió del cuidado de sí y de la formación científica como una influencia benéfica sobre los hijos en las dimensiones intelectual, moral y física». Tal cual: lejos, en muchas direcciones, de las marchas y de los debates que iluminaron las calles argentinas en el siglo veintiuno pero cerca en el plano de poner en cuestión lo que asomaba inmodificable en materia de género.
Faltaba, por entonces, una edad extensa para que se encadenaran los eslabones de la historia del fútbol protagonizado por las mujeres que narran la periodista Ayelén Pujol en ¡Qué jugadora! o la socióloga Adolfina Janson en Se acabó ese juego que te hacía feliz, dos libros pioneros que develan itinerarios ignorados por los relatos del deporte en el país. Hoy, la producción investigativa se multiplica y devela cómo fue (y, en más de una dimensión, cómo es) un entramado cultural y deportivo que, como reveló magistralmente el antropólogo Eduardo Archetti, funcionó en la Argentina para diseñar un campo privilegiado de modelación -exclusiva- de la masculinidad.
Ex jugadora, entrenadora, militante y periodista, Mónica Santino rememora ahora que hasta muy poco «era duro» entrecruzar feminismo y deporte. Ni hablar de hacerlo con el fútbol. Y mucho menos si el fútbol que ella trabaja y estimula se expande en la Villa 31, en el marco de La Nuestra Fútbol Feminista, una construcción que rompió moldes, territorios y prejuicios. Empecinada, Santino suele cantarle a los cuatro puntos cardinales que, a pesar de cada pesar, con la alegría que empuja a más alegría, «el fútbol es un camino posible de libertad».
Difícil medir cuánta libertad circula o deja de circular en un mundial futbolero que transparenta los más encumbrados niveles de competición en la cancha. Surge seguro, en cambio, que si allí late un sueño argentino que se tutea con otros sueños es porque detrás hubo y hay una sucesión de luchas y de osadías que convierten a ese sueño en posible. En el catálogo vibrante de esas luchas y de esas osadías, que son y continuarán siendo muchas y de muchas, brilla para siempre, emocionante y querible, club entre los clubes, el Atalanta.
Por Ariel Scher.
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