Fútbol
El Daniel

Ariel Scher
Periodista.
Mi papá y yo a veces íbamos a ver fútbol y a veces íbamos a ver nada más que a Willington. Dos planazos con itinerario idéntico. Marchar sobre el césped menguante de la vieja General Paz, doblar por los rincones sin estruendos del barrio de Versalles, detectar un jaulón inmenso que regalaba magias en la calle Fragueiro y desembocar en la cancha de Vélez funcionaba como una ruta hacia algún paraíso, un poco por lo que significaba esa ruta y otro poco porque todo acontecía de la mano de mi papá. Ni él ni yo éramos de Vélez, pero sí eran nuestros, irrompiblemente nuestros, los ratos que compartíamos y la contraseña del segundo plan: Willington. Había días en los que nos lo rumoreábamos y había días en los que nos lo proclamábamos: no importaba pero sucedería. Willington iba a levantar la cabeza como si le preocupara el desplazamiento de una nube chiquita y no el partido en el que usaba la número 10, después la iba a bajar cual si indagara en los movimientos de una hormiga estacionada sobre un yuyo y, al final, iba a patear desde donde nadie lo imaginaba rumbo a donde tampoco nadie lo imaginaba para hacer un pase de cuarenta metros dibujado con una escuadra o un gol que pondría en delirio a la tribuna. En el regreso, Fragueiro al revés, General Paz rumbo a casa, las manos invariablemente aferradas, volvíamos a parpadearnos con la certeza de que el tipo había hecho lo que calculábamos que haría. Con frecuencia, conjeturábamos sobre qué adjetivo le estamparían a Willington los diarios vespertinos y qué comentaría Franco, el muchacho que nos traía esos diarios, macanudo y muy lúcido, fana de Vélez y, claro, de su figura máxima. Y seguíamos charlando.

En cada estadio dentro del que desparramaba la elegancia de sus pies, con ese trote sin tercera aceleración que le sobraba para dominar las tramas del juego, Willington prescindía de dos rasgos inherentes a la mayoría de sus colegas. Por un lado, del sudor. Parecía que no corría o que no se cansaba o que delegaba el esfuerzo físico en compañeros que advertían que su transpiración posibilitaría que Willington les hiciera terminar los domingos con una alegría, tal como se verificó en el último domingo de 1968 cuando Vélez salió campeón. No abundan las pruebas de que, de verdad, no gastara una energía atrás de otra. Pero su postura, su facilidad y su arte para danzar con la redonda comunicaban eso. Pronto, el maestro Johan Cruyff le explicaría al planeta que jugar al fútbol es fácil y que lo difícil es jugar fácil. Sintetizó un conocimiento y, en simultáneo, retrató, sin haberlo observado, a Willington. La otra prescindencia de Willington consistía en que, tan crack, incluso podía extraviar su apellido, ya que, en cualquier horizonte dentro del que se respirara fútbol, era El Daniel. Mi papá, que mencionaba a los futbolistas por su apellido con la precisión que fecundaba en los relatos de Fioravanti o en las hojas de El Gráfico, ahí se sumaba al eco de la muchedumbre. Más que seguido, aplaudiendo a Willington, lo llamaba El Daniel.
Multitudes coincidían con mi papá y conmigo. Y, dentro de esa multitud, Pelé. En el desenlace de 1969, Vélez inauguró las luces del José Amalfitani y el brasileño no sólo se sumó a ese acto para añadir sus propias iluminaciones sino que se extendió en elogios para ese talento local. Pura lógica. Unos meses más adelante, Pelé sería la estrella del Brasil campeón mundial en México, liderando un equipo extraordinario que se impuso en el último partido a Italia por 4 a 1. Pier Paolo Pasolini, justo un italiano, deslumbrante intelectual, interpretó que el Brasil de Pelé exhibía un fútbol poético frente al fútbol en prosa de su adversario. Sin proponérselo, predicaba sobre Willington: un poeta. Pasolini, además, apuntó que el fútbol se erigía como «la última representación sagrada de nuestro tiempo». Eso también era Willington: un dios dominical y popular que, calzado en pantalones cortos, de vez en vez hacía lo imposible. Alguien en quien creer.

Ningún pibe que descubre el universo que cabe en la mano apretada de un papá se pregunta mucho sobre el misterio de esa riqueza. Y no se interroga tampoco sobre la gloria secreta que se siente al avanzar con ese papá hacia las canchas. Son cosas que pasan, que están allí, que se edifican como normalidades hasta que las maldiciones del tiempo las desnaturalizan o, directamente, las quitan. Lo que sí destartalaba a un pibe que acudía a extasiarse con El Daniel era por qué, cada tanto, algunos en la hinchada se irritaban y le lanzaban todos los sustantivos y todos los verbos que ese pibe oía nada más que en la cancha. «Lo insultan porque es el que los puede salvar. Siempre le pedimos a quien nos puede dar», me educaba mi papá. Y, como la fecha de los cumpleaños o el timbre del recreo, así invariablemente ocurría.
Willington alumbraba los domingos de atmósfera transparente o los de tormenta. Le daba lo mismo. Pero esta historia la montó un sábado a la noche. Campeonato Nacional de 1970, primavera en nacimiento, la mano de mi papá firme como para cuidarme y para cuidar a la humanidad completa, un rival de Vélez tan peligroso como el San Lorenzo del tucumano Albrecht, de Sergio Villar, de Pedro González, del aún muy joven Ratón Ayala. Willington se desempeñaba a cuentagotas, como si meditara sobre las canciones de la Córdoba en la que había crecido, mientras se consolidaba un cero largo de 70 minutos. Hasta que Carlos Bianchi, otro goleador tan incipiente como el Ratón Ayala pero enfundado con una camiseta en V, acertó el 1 a 0 que amagaba ser inamovible. Sin embargo, a cinco de la conclusión, Victorio Cocco, excelso cabeceador, puso la frente para empatar. Tres señores empezaron a soltar esa colección de verbos y de sustantivos prohibidos. «¿Y ahora, Daniel? ¿Qué hacemos ahora?», bramó uno de lo tres. Mi papá y yo nos enfocamos. Mis pupilas consultaban, las de él contestaban. Todavía faltaban décadas para que mi papá me confesara que ser padre implica querer ofrendar la mejor respuesta cada vez y aceptar que esa respuesta no aflora casi nunca. Ni dudé: lo que debía emerger emergería. A los 88′ de ese duelo cambiante, San Lorenzo se envalentonó con legitimidad pero con distracción: olvidó fugazmente al Daniel. Y al Daniel se le apareció media luz. Más que suficiente. La bola en su diestra, la mirada tan suya como explorando si en el horizonte surgían novedades, la misma mirada clavada en el suelo igual que un cosechero que determina el lugar para hundir sus semillas. Y, luego de semejante coreografía, la patada magistral, épica, willingtoniana. Enseguida, a la espalda del gran arquero que era Carlitos Buttice, la red flameó sin exageraciones, apenas, apenitas, más brisa que viento, como si Willington, que en ese instante se coronaba dueño del universo pero dueño sin jactancias, le hubiera indicado a la pelota que había que convertir pero no fanfarronear: 2 a 1. Los señores de las palabras prohibidas ya no puteaban y sólo reverenciaban a su ídolo mayor. Además de albergarme la mano, mi papá me guiñó las pestañas zurdas. Una más para nuestro pacto.
En los calendarios posteriores, El Daniel transportó su estilo al Veracruz mexicano, a Huracán, a Instituto, a unas temporadas inspiradísimas en Talleres y a una brevedad de cierre en Vélez. Ni mis rebeliones de la adolescencia ni las ciáticas tenaces de mi papá recortaron nuestra decisión de disfrutarlo periódicamente desde las gradas o de apoyar el índice sobre las páginas deportivas y subrayar su nombre fulgurante. En las conversaciones y en los años que sobrevinieron, hablamos de nietos y de libros, de hijos y de la Argentina, de la lealtad de los perros y de los misterios de los relámpagos en verano, de Maradona y de Messi, de Beethoven y de Homero Manzi, del valor de ejercer la esperanza y del coraje de mi mamá, de lo complejo que es entender algo y de la maravilla de querernos sin límites. También del fútbol antiguo, con El Daniel como evocación, como faro entrañable y como contraseña nuestra.
No me atreví a narrarle este recuerdo a Willington durante la única ocasión en la que pude conversar con él. Hubiera merecido enterarse, pero hay circunstancias en las que, sin demasiadas razones, nos ensombrece la estupidez, nos vence la vergüenza o nos inventamos que ya llegará una segunda oportunidad. Es posible que la muerte de mi papá acechara aún muy fresca y me clausurara la boca o que, aunque ya comprendía que un padre no guarda revelaciones para todo, necesitara hacerle al mío cualquier pregunta con tal de tenerlo enfrente. El Daniel, de cualquier manera, se las arregló para que el intercambio fuera precioso y desempolvó episodios futboleros a plena chispa, bien con su impronta, como si continuara obsequiando jugadas notables. Dicen que no abandonó nada de ese sello propio hasta que se le agotó el corazón de 83 almanaques en un lunes vacío de noviembre, un lunes de despedidas y de tristezas, a partir del que el mundo terminó de instalar su biografía en el cielo de las leyendas.
Gracias Willington por tanta lluvia de esplendores sobre el pasto y por permitirme descubrir en la infancia que el fútbol y la vida pueden ser dos asombros. Algunos días, cuando esa infancia retorna como memoria o como caricia, mi papá todavía me agarra fuerte de la mano, caminamos bajo el sol rumbo a un estadio y nos sonreímos porque es una tarde hermosa y porque juega El Daniel. Adiós, héroe de las horas dulces. Hasta esa felicidad siempre.
Gráfico: Al Toque
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