Fútbol
El Dibu y los fríos de julio
Ariel Scher
Periodista.
En la séptima de las horas del primer viernes de un julio al que le sobran fríos, el tipo tiene la nariz hecha un hielo, y los pies enrollados por dos pares de medias, y la boca lanzando vapores como si fuera una locomotora de las viejas, y las manos olvidadas de cómo hacer caricias porque no quieren salir de los bolsillos, y el corazón desangelado porque, además de los fríos que conquistan los termómetros y el aire entero, andan cerquita otros fríos, los de la intemperie económica, que se cuelan fuerte, tan fuerte como para voltear las esperanzas. Lo único que al tipo le permite vencer al frío son los oídos, los oídos que le detectan las frenadas de los autos que trepidan igual de nerviosos que sus conductores, los oídos que certifican que, inclusive cuando julio llena de fríos a la vida, las ciudades grandes son, en esencia, un sitio donde manda el ruido. Los oídos, entonces, le permiten al tipo registrar, impecable, cristalino, un eco que sale no sabe desde dónde con cuatro palabras. Cuatro palabras:
- Qué grande, el Dibu.
El tipo se advierte, también, con los ojos enturbiados por el frío y cree que es por eso que, aunque parpadea y parpadea buscando una señal, no localiza el origen de esa voz que suena y resuena, que seguro no es ni una imaginería ni la prolongación del sueño que hubiera seguido desparramando entre sus sábanas para evadir a estos fríos y a este julio. Hasta que, como en el séptimo parpadeo, encuentra esa voz. Y a la boca de la que emana esa voz. Y al cuerpo en el que cabe esa boca que emana esa voz. Es una mujer. O una sonrisa de mujer.
Ahí la ve, ovillada entre dos ponchos agujereados, recubiertos los pelos por un gorrito de hace dos mundiales, calzados los pies en unas fundas deformes que unos cuantos años atrás debieron ser botas, zapatillas, quién sabe. Si la ve recién en el séptimo parpadeo es porque la mujer que reitera la sonrisa y reitera «Qué grande, el Dibu» habita un hueco. Eso: un hueco. Un hueco: tres escalones entre dos negocios aún sin puertas abiertas. Un hueco: un rincón perdido al que ninguno nunca le dedicaría ni medio ni siete parpadeos porque, claramente, allí no debiera haber nada ni residir nadie. Mucho menos, en la séptima de las horas de un julio hundido en fríos. Mucho menos, una mujer que sonríe y que insiste:
- Qué grande, el Dibu.
La mujer guarda fe en conversar con otras gentes, pero los fríos de julio o los fríos de la indiferencia humana o inhumana parecen frustrarle el objetivo. El tipo no logra desmenuzar por qué él, justo él, uno del montón, sí la oye y, cómo la oye, encadena todo lo que la mujer dice: que el Dibu lo hizo de nuevo, que atajó dos penalazos frente a Ecuador, que por eso la Selección avanza hacia las semifinales de la Copa América, que ese arquero es un fenómeno, que contra Ecuador y en la final del Mundial usó el pie izquierdo para que dos pelotas que no podían ser otra cosa que gol tropezaran sin ser gol exactamente con ese pie izquierdo, que ella jamás atajó y menos ahora porque ahora su casa es la calle, ese hueco, alguno de los tres escalones, la vecindad con un local de una multinacional donde la existencia suele apagarse pero las pantallas siempre perduran encendidas y es posible mirar los partidos, mirar a la Selección, mirar al Dibu, señor, qué grande el Dibu.
A tres baldosas de esa mujer y de la sonrisa de esa mujer y del hueco que es el hogar de esa mujer, una pibita desfila de la mano de su papá rumbo a algún colegio. A ambos se les nota el amor recíproco en cada poro de las caras, se les intuye en las ropas que vienen de una vivienda calentita y de un desayuno nutriente, se les trasluce que se despertaron hablando de la complicada clasificación de los muchachos de Scaloni, se les escucha -como a la Argentina completa de este julio y de este frío- el vocablo «Dibu», el seudónimo más que popular de Emiliano Martínez, una vez y, luego, otra vez.
El tipo persiste cerca de esa mujer y de la sonrisa de esa mujer pero, dado que el frío de la séptima hora del primer viernes de julio le embroma todo menos los oídos, descifra que el papá le cuenta a la pibita que, cuando él no era papá y sí pibito, había un Goyco, Goycochea, arquero, mago también en esas cumbres del fútbol que unen a dos personas en un destino y las separan por doce pasos, alguien que justificaba comprarse o conseguirse un buzo de arquero incluso sin ser arquero para revolcarse en los recreos o en donde fuera frenando penales que espantaban a los miedos y edificaban milagros.
Durante una fugacidad, el tipo ratifica que el fútbol es una historia, un legado, una identidad, un trayecto entre las generaciones, una brisa alegre o triste pero que arrima a las personas con las personas, a los padres con los hijas, a quien no es padre con quien no es hija, a Goyco con el Dibu, a los fríos de ese julio con los fríos de otros julios, al agobio de las rutinas que van de viernes a viernes con la ilusión de que, en una Copa América o sobre un pasto anónimo, un día ocurrirá lo excepcional y, si no ocurre, seguro latirá la ilusión de que otro día, derrotando a los fríos, a los viernes y a las rutinas, eso excepcional ocurrirá. En medio de esa certeza, la mujer y la sonrisa de la mujer lo apuntan:
–Me acuerdo del Goyco– sopla ella desde debajo del gorrito de hace dos mundiales, tan habituada al frío como para no distinguir que hasta los huesos le tiemblan de frío, tan entrenada en el hambre como para ni pronunciar el término hambre.
En el horizonte del tipo, empiezan a esfumarse las efigies de la pibita y del papá, que profundizan su marcha veloz para llegar al colegio y para evadir los fríos. Lo penúltimo que le sacude las pupilas es el dorso de la mochila de la pibita, donde brilla una figurita del Dibu, una de las cinco que pueden florecer en los paquetitos de mil mangos que se compran con la fe en completar el álbum de la Copa América. Al lado hay otra figurita estampada. Resplandece, cómo no: es Messi. Al tipo se le va tornando insuficiente el doble par de medias, pero, aun así, le fluyen las huellas de esta época. Se convence: algún día esta época, su época, la época de la mujer y de la sonrisa de la mujer, la época de Messi y del Dibu, será pintada con sólo unos trazos. No los termina de entender pero los puede resumir. Qué época, puta madre, qué época: los fríos son de julio, los dioses son los futbolistas, la residencia de muchísimos es un hueco en cualquier pared.
Aunque la nariz se le consolide como hielo, el tipo camina hasta el local de la multinacional que no apaga ni un minuto las pantallas. Se apura. Cuenta los pasos. Increíble: doce. Como los penales, como el Dibu. Paga dos cafés de sabor desconfiable pero de temperatura suficiente, bastante consuelo, para entibiar los dedos. Desanda el retorno y verifica: doce pasos. Todo lo puede el Dibu, todo. Un café le viaja enseguida rumbo al vientre. El otro enfila hasta los dedos gélidos de la mujer, que ensaya un muy leve desemponche, que silabea un «gracias» genuino y que, mientras enfoca al todo o a la nada desde su hueco, desde sus tres escalones, desde su casa, sostiene la sonrisa y añade las cuatro palabras:
- Qué grande, el Dibu.
El tipo evalúa que en el sábado que continúe a este viernes, desde luego en la séptima hora, condenado a los fríos de julio, se pondrá tres y no dos pares de medias. Después, contesta:
- Qué grande.
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