Columnistas
El Mozote espera la verdad
Por Leonardo Gasseuy*
Con la frialdad característica, de quien manipula sin escrúpulos, Ronald Reagan se ensimismó en su mundo y soltó la frase: “Voy a actuar ahora mismo, no cometeré el error del tonto de Carter”. El futuro inmediato de El Salvador quedó sellado en esas cavilaciones. Estados Unidos intervendría y pondría fin al avance de la guerrilla. Se movían las piezas de la guerra fría. Reagan, recién asumido como el 40° presidente norteamericano, jamás permitiría que se repita lo de Nicaragua.
Reagan nació en 1911 y, a diferencia de otros, llegó a la presidencia desde Hollywood. Paradójicamente, un mediocre actor, un comediante calculador, que muy temprano desde el despacho oval mostró su impronta y decisión: no quería que en El Salvador rusos y cubanos abrieran una nueva sucursal del comunismo en el patio de la Casa Blanca.
Al comienzo de la década del 80, la geopolítica mundial y la guerra fría caminaban de la mano, se corroían a cada paso con un ejército de espías, intrigas y sangre. Cuando el 19 de julio de 1979, el Frente Sandinista de Liberación Nacional entra en Managua y pone fin a la dictadura de Somoza, Nicaragua fue la mecha del polvorín en que se convirtió Centroamérica.
El Salvador tiene 6.4 millones de habitantes. Recostado sobre la costa del pacifico, tiene la misma superficie que la provincia de La Rioja. Vivió a partir de 1980 la más cruenta guerra civil que viviera el continente, dejando más de 75 mil muertos y miles de desaparecidos, con un grado heterogéneo de participación e intolerancia pocas veces visto en la modernidad.
Todo nace cuando en 1979 un grupo llamado Juventud Militar derroca al presidente conservador Carlos Humberto Romero, creando una Junta de Gobierno (dos generales y tres civiles) que tomó el poder y, con el brazo armado de los paramilitares, fortificaron el nacimiento de los Escuadrones de la Muerte, que actuaban con impunidad matando a los sospechosos de ser simpatizantes de las organizaciones armadas de izquierda e incluso a miembros del Partido Demócrata Cristiano (PDC).
La Guerra Civil Salvadoreña duró 12 años y destrozó literalmente al país. Los cordones sociales se desmembraron por tanto horror. La guerra entre hermanos afectó las exportaciones de los productos primarios y generó el colapso de industrias y obreros. Como un círculo vicioso, comenzó a girar la represión y sus funestas consecuencias. Cuando hacen su irrupción los brazos armados de los partidos de izquierda apoyados por Rusia y Cuba, el baño de sangre se tornó inevitable. La Iglesia Católica, siempre tan distante a condenar los atropellos militares, tuvo en El Salvador a un mártir: el Arzobispo de la capital Oscar Arnulfo Romero que fue asesinado mientras daba misa a enfermos de cáncer. Los paramilitares, con esta muerte, dieron el primer paso a un plan sistemático orquestado con la venia de Washington.
EEUU rápidamente tomó cartas en el asunto y cristalizó la gestión y las ideas de Reagan. Ante el avance de la guerrilla comenzó a entrar en acción el Batallón Atlácatl, un grupo de elite del ejército salvadoreño que los norteamericanos formaron y capacitaron en la Escuela de la Américas en Panamá, en lo que fue la cuna de las dictaduras latinoamericanas. Los mandos militares, que hablaban entre ellos en inglés, diagramaron que los sediciosos serían exterminados en la medida que se barriera con la población rural del interior selvático. Los caseríos de las sierras serían arrasados con una saña genocida, receta del peor terrorismo de estado.
Las fechas coincidentes en la antonimia social son como dice Ruiz Zafón “garabatos diabólicos impresos con sangre”. El 19 de noviembre de 1981 en medio de un calor agobiante, en el estadio Tiburcio Carías Andino de Tegucigalpa, la Selección de El Salvador le ganaba a Haití 1 a 0 y clasificaba al Mundial de España, sería su segunda participación tras México 1970. A la hora del partido, como una perversa coincidencia, en el 4º Destacamento Militar de Chalatenango en la capital salvadoreña, el Coronel Domingo Monterrosa, líder estratégico del Batallón Atlácatl, decidía en sintonía con el mando mayor el exterminio de la aldea rural El Mozote. La gente en las calles comenzaba el festejo del éxito futbolístico, cuarteles adentro se terminaba de diagramar la matanza de todo un pueblito de 1.010 personas.
El Mozote es un pueblo del departamento de Morazán, a 205 kilómetros de San Salvador, en una sierra de baja estribación cercana a la frontera con Honduras. El 10 de diciembre de 1981 fue invadido por el Batallón Atlácatl. Los militares condenaron al pueblo porque geográficamente estaba en una vía utilizada por el Frente Sedicioso Farabundo Martí, brazo intelectual de la guerrilla. El ejército llegó al mediodía, concentró a los habitantes en la plaza y al día siguiente comenzaron las ejecuciones. El genocidio de todos los pobladores culminó con el espectáculo dantesco de un incendio de casas y cadáveres.
Hoy, el lugar es un cruento paraje mortuorio, testigo de la Operación Tierra Arrasada, como los militares bautizaron la masacre. El gobierno de El Salvador siempre negó los hechos. Esta semana un Juez de Instrucción del país ordenó proteger los archivos porque se establecerá una búsqueda definitiva de la verdad.
Las evidencias sobran. La mutilación se ve en la personalidad del pueblo salvadoreño, en el rictus serio y controvertido, dado que las nuevas generaciones mezclan su infancia con sangre y olor a pólvora. En 1992 el prestigioso Instituto Argentino de Medicina Forense comenzó con el trabajo de encontrar y seleccionar los restos humanos esparcidos en la zona. Arsenio González, de la Organización No Gubernamental Tutela Legal, definió al lugar como la sucursal del infierno.
El 15 de junio de 1982 la capital de El Salvador amaneció con humo y el traqueteo de las ametralladoras regando de muerte todos los espacios. Gran parte del país, incluido San Salvador, no contaba con energía eléctrica y agua porque los sabotajes de la guerra civil agrietaban lo más sensible. A las 16:00 horas de ese día en España, la selección salvadoreña, única reserva emocional positiva de un pueblo desolado, perdía con Hungría 10 a 1, enmarcado la lógica coherencia que muchas veces los escenarios traspuestos marcan y emparentan las realidades. En esa misma copa, el seleccionado argentino, campeón del mundo y con Maradona, no superó los octavos de final. Su prestigio deportivo fue muy chico ante tanta sangre que bañaba las Islas Malvinas y una generación mutilada de jovencitos inocentes que morían durante el torneo.
En el Salvador hay promesas de reaperturas de causas. Que quede claro que el Mozote no fue el único genocidio. Si algo sobró fue horror e impunidad. Que alcance a los asesinos e instigadores, a los cobardes y desprevenidos. El país nunca recuperó su ritmo, la sociedad hoy pena por ese llanto. Es hora de la justicia y como dijo Chesterton “solo luego de una sentencia justa, comienza a nacer la cicatriz”. Anticuerpo necesario para honrar a tantos mártires. Días antes de ser eliminado, el Arzobispo Romero (que fue beatificado en 2005 pese a la oposición del Opus Dei) dijo en su penúltimo sermón “que la justicia es igual a las serpientes, solo muerde a quienes están descalzos”. La Justicia salvadoreña puede y debe cambiar la historia, el mundo entero está mirando y necesita ese mensaje.
* Leonardo Gasseuy vive en San Francisco, Córdoba. Es empresario. Apasionado del deporte, la geopolítica y la historia.
Gráfico: Al Toque
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