El poder de la camiseta

Por Ariel Scher*

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Selección Argentina

A las ocho de la mañana del segundo domingo del segundo julio hecho pandemia, el pibe avanza con doce medialunas espléndidas empaquetadas sobre la mano derecha y dos ojeras del tamaño de un continente o de una felicidad. Enfoca al vecino que lo ve pasar, desde la ventana, recién bañado e inaugurando el día, y le dice, así, desde la nada o desde el todo:

—Dos veces, jefe. Dos veces, le juro, salí a las calles y me junté con gente desde que empezó esta mierda. Dos veces: cuando se nos fue el Diego y ahora, cuando Messi salió campeón.

Una señora embarbijada lo oye desde la vereda opuesta, le replica a media voz que hay que seguir cuidándose y le agrega, ya con la voz completa, “Vamos, Argentina”.

—La Selección somos nosotros, jefe, es el Diego, es Messi, es la patria —añade y, desenvainando una de las doce medialunas, a ritmo lento, sin necesidad de explicar que las ojeras monumentales testimonian que ni durmió, se va.

Quizás, si en lugar de dos manos tuviera tres, el pibe portaría, además, algo de Albert Camus, de cuya relación con las medialunas se conoce poco, pero que escribió “La peste”, el libro más vinculado con este tiempo extraño, y que, combinando su juventud como arquero en Argelia y su interpretación del mundo, dijo: “Patria es la selección nacional de fútbol”. O, en una de esas, pensando en que sólo desahogó la angustia de este período a través de la despedida a Maradona o de las fiestas por un título ansiado, el pibe preferiría leer algo de Osvaldo Soriano, tan narrador como futbolero, quien, en la mitad de los noventa, enfadadísimo no con una enfermedad trepidante y sí con las enajenaciones que viabilizaba el menemismo, sentenció: “El fútbol es lo único que nos queda”. O sea que Camus, Soriano y el pibe son, en algún sentido, hermanos intelectuales y emocionales.

En la última oportunidad en que la Selección había obtenido la Copa América, el pibe ni se aproximaba a nacer. Para el 4 de julio de 1993, cuando ocurrió aquella consagración en Ecuador, tampoco había nacido Rodrigo De Paul, el mejor jugador de la final en la que los argentinos le ganaron a Brasil por 1 a 0, en el Maracaná de Río Janeiro, y despacharon rumbo a los archivos su larga edad de postergaciones. Emiliano Martínez, el arquero mutado en figura, sí había nacido, pero le faltaban dos meses para cumplir un año y ni insinuaba hablar con los ecos que, por ejemplo, propagó en la semifinal frente a Colombia al atajar tres penales. Messi sí, ya había nacido, lucía seis años fresquitos y una magia en los pies que ni parecía ni nunca parecería cierta y, en algún lunar de sus tobillos inempatables, seguro imaginaba sonreír con la celeste y blanca.

De los 23 campeones de 1993, nueve se desempeñaban en clubes no argentinos, lo que suena lógico porque ya para entonces los jugadores constituían la más resonante de las exportaciones argentinas, porque además las instituciones locales sobrevivían merced a la venta de talentos y porque, sobre todo, el fútbol aceleraba eso que el sociólogo boliviano-costarricense Sergio Villena Fiengo llama “golbalización”, una transnacionalización tan o más global que la globalización de la economía o de las comunicaciones, la conversión del fútbol en el espectáculo central de una existencia que amaga con espectacularizarlo todo. Al revés, de los 28 campeones de 2021, sólo tres (Gonzalo Montiel, Franco Armani y Julián Álvarez, en River) se visten cada semana con la ropa de un equipo del costado occidental del Río de la Plata.

La patria -replantearían, quizás, el pibe de las medialunas y Camus- es la selección nacional de fútbol, pero la Selección Argentina es, desde hace bastante y cada vez más, una identidad por la que sudan unos muchachos que, en general, residen y sueñan lejos de las calles en las que fueron paridos. “Me fui al Arsenal de Inglaterra a los 16 años, pensando en el futuro de mi familia”, abrevió, conmovido, Emiliano Martínez, marplatense como Soriano, en la noche de un sábado igual a un cielo, todavía con las suelas apoyadas en el césped del Maracaná. Su abrazo último con Messi perdurará guardado como una postal entre las postales de la gloria. Esa imagen transfiere estremecimientos calcados a los del potrero, con dos chicos jubilosos porque vencieron en una parada brava, pero, además, ilustra un dato de época: ni el capitán ni el arquero participaron jamás de un partido de la Primera División del fútbol nativo. Más allá del paso de Messi por las Inferiores de Newell’s y de la formación de Martínez en Independiente bajo el gran maestro de arqueros Miguel Ángel Santoro, sus equipos son de afuera. Y, en simultáneo, su equipo argentino es la Selección.

En una fase en la que la concentración vertiginosa de riqueza que retrata al capitalismo acentúa la inequidad entre corporaciones arrasadoras (eso son los principales clubes europeos) y países pobres, retumbaría imposible armar una Selección en la que, como en el Mundial campeón de 1978, sólo un futbolista actuara en otras geografías o, como en el Mundial también campeón de 1986, fueran siete de 22. No obstante, el ciclo del presente impresiona en materia de distancias: según un relevamiento efectuado por el blog MisionQatar2022.com, apenas 9 de los 28 integrantes del plantel que festejó en Brasil suman más partidos disputados en la Argentina que fuera de ella (y dos son Montiel y Álvarez, que todavía no emigraron). Algunos se marcharon tan jovencitos y hace tanto que provocarían indiferencia si en la panadería se pusieran en la final detrás del pibe de las medialunas. Más directo: es gente a la que la argentinidad, inclusive antes de que se cerraran los estadios por el coronavirus, no pudo y no puede aplaudir de cerca. Más directo y más impresionante: cuando se envuelven con la pilcha histórica y nacional, a pesar de ese alejamiento, se perciben y se los percibe, son y se sienten, propios, muy propios. Como si en lo que autores como el español Ramón Llopis Goig o el holandés Ian Buruma denominan “futbol posnacional”, perviviera como un fuego o como un destello para no extraviar todas las raíces eso que Jorge Valdano, otro campeón con la Selección, bautizó como “el poder del trapo”: la camiseta conserva una fuerza capaz de defenderse de bastante y de atravesar todo.

Quienes respiran, un poquito más o un poquito menos, el clima interno de la Selección actual aseguran que fluye una música afinada entre el cuerpo técnico y el plantel. Podría aducirse que allí habita un puente doble. Lionel Scaloni, Pablo Aimar, Walter Samuel y Roberto Ayala, los componentes más visibles del cuerpo técnico argentino, también compitieron mucho y desde que eran seminiños por Argentina. Y, encima, desarrollaron el segmento más largo de sus carreras nada cerquita de sus primeros hogares deportivos, más allá de que recorrieron más estadios domésticos que sus herederos de estas horas antes de convertirse en flashes remotos a los que hay que seguir por la televisión. 

Scaloni, un entrenador al que se le cuestionó -hay que predicar en pasado porque los triunfos representan muchas cosas y, en la era del exitismo, obran como demoledores de cualquier posibilidad de cuestionar- su falta de experiencia, sufriría desflecamientos desde los mismos altavoces que hoy lo elogian si le hubiera tocado la derrota y no la victoria. Es oriundo de Pujato, Santa Fe, enclavado a 40 kilómetros de las luces de Rosario, esa ciudad cuna de Messi y de Ángel Di María, lo que significa que aspiró fútbol en un rincón del planeta que sopla ese tipo de aires como no hay otro en el planeta. No florecen pruebas de que esa haya sido la razón para que Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares escogieran a Pujato como latitud natal de Honorio Bustos Domecq, el escritor que ambos fueron a veinte dedos y con el que suscribieron “Esse est percipi”, un cuento que sugiere que el último partido real se jugó el 24 de junio de 1937, exactos cincuenta calendarios antes de que la mamá de Messi alumbrara a Messi. Sí hay evidencias, en cambio, de que los aprendizajes tempranos de Scaloni le hicieron pronunciar su mejor síntesis unos minutos después del final de la final: “En la Argentina hay una cultura futbolística que se ve en muy pocos lugares”. 

Los expertos suelen aseverar que las acaudaladas ligas que refulgen del otro lado del mar potencian a los buenos futbolistas, les dan otra preparación, otros soportes, otros roces, otras garantías, otro crecimiento. Una consecuencia de ese contraste la paga el torneo argentino: se ahueca de figuras y tiende a poblarse con pibes desvelados por cruzar el Atlántico y con veteranos que regresan con su talento persistente y con los huesos exigidos. No obstante, lo de la cultura futbolística que apunta Scaloni emerge hasta en los episodios límites. Es una verdad que De Paul no sería el que es sin su devenir de 226 partidos en la superficie europea y es otra verdad que Di María tendría otra dimensión sin las casi 400 presentaciones en las que se enfundó indumentarias como las del Real Madrid o el París Saint Germain. Pero en el gol que valió un campeonato, ese pase profundísimo del mediocampista hacia el pique de un zurdo por derecha para definir de emboquillada, ambos desparramaron lo que esbozaron en su despertar sobre el césped. De Paul ensayaba pases con esa huella cuando corría en el Predio Tita de Racing, un espacio en el que también se forjaron los ahora campeones Lautaro Martínez y Juan Musso. Contrapunto con los megadineros que circulan en el fútbol que acapara cracks, el Tita fue creado hace 21 años por los socios de Racing con un espíritu asociacionista gemelo al de quienes fundaron los clubes en el bautismo del siglo veinte. No hay azares en que la habitación 13 de la Casa Tita lleve, como tributo, el nombre de De Paul. Y Di María metía goles por arriba de la cabeza de los arqueros en el club El Torito del barrio El Churrasco mientras su papá repartía bolsas de carbón para que la mesa familiar eludiera el vacío. Y tampoco brotan azares en la leyenda que lleva estampada en su brazo izquierdo: “Todo lo que aprendí en la vida fue en la Perdriel”. Perdriel, la calle donde fue niño y contento en el noroeste de Rosario.

Marcas, sellos, rutas: el fútbol de la Argentina, en las brevedades de fiesta y en las continuidades de dificultad, persevera en eso. Messi es Messi porque fantaseó jugar como Aimar y, a los 34 años, se sacó una foto campeona al lado de Aimar en el vestuario más prestigioso de Brasil. Y Aimar, un campeón mundial juvenil, un crack de todo, peloteó en su infancia surcordobesa fabulando con ser Diego. Marcas, sellos, rutas: para Aimar, que no ignoraba la escenografía que implicaba campeonar en el Maracaná carioca, el Maracaná esencial, el que lo modeló, el que lo entregó al fútbol, se erige en Río Cuarto, donde brillaron las piernas hábiles de su viejo y las de su hermano. “El Maracaná de la calle España” es, al cabo, el cuento que publicó en Pelota de papel 1, un libro de textos de futbolistas a cuya presentación frente a los chicos de Racing asistió -marcas, sellos, rutas- De Paul cuando ya gambeteaba en Primera.

No hay presente si se esfuman las muecas del pasado pero no hay presente si sólo hay pasado. A Matías Manna, el analista de videos del cuerpo técnico argentino, el mayor detector de secretos filmados en las canchas, viajar a Rosario le demandaba más que a Scaloni porque su geografía era San Vicente, a 183 kilómetros. Se graduó como licenciado en Ciencias de la Comunicación en la Universidad de esa Rosario en la que germinaron otros campeones de América como Giovani Lo Celso y Ángel Correa y, articulando pasiones por la información y por la pelota, generó temprano el blog Paradigma Guardiola. Rotundo: un universitario argentino anticipó en los albores del siglo veintiuno que en la perspectiva del catalán Pep habitaba el porvenir del juego que más se juega. Trabajó con Marcelo Bielsa y con Jorge Sampaoli en selecciones y en mundiales, asesoró a otros directores técnicos y aplastó los párpados sobre los méritos de jugadores desatendidos por los reflectores dominantes del fútbol argentino. Algunos, gracias a eso, cautivaron en la Copa América y puede que en la próxima paciencia para comprar medialunas deban distribuir autógrafos. 

Sin esas contribuciones, también aplicadas a escudriñar virtudes y defectos rivales, el título del Maracaná hubiera hallado más obstáculos. Manna, de cualquier modo, no quita de su vista al pasado determinante que conforma el presente necesario: durante la tarde de 2006 en la que mantuvo su charla inicial con Guardiola en Buenos Aires, le obsequió un ejemplar de “Operación Masacre”, de Rodolfo Walsh, para que comprendiera en qué consiste la Argentina.

Si Walsh argumentaba que la realidad resulta inabarcable, del fútbol es posible afirmar algo semejante. Las celebraciones de este instante le pertenecen a este instante y a los recuerdos que se edifiquen sobre este instante. Bien capturado, el fútbol vale la pena porque enseña o debería enseñar a disfrutar del momento. 

Una Copa América con desembocadura de maravillas no opera como un certificado de que el Mundial de 2022 será maravilloso ni que no lo será. Una Copa América que concluye como si la hubiera guionado alguien que anhelaba multiplicar argentinos y argentinas a los bocinazos no cierra las puertas para que mañana o pasado mañana los que hoy recubren a la Selección de almíbar viren a escupirle encima. Una Copa América en la que Messi se dio el gusto que mucha humanidad quería que se diera Messi no revelará por qué Messi, un crack entre los cracks, un crack que intervino en cada partido en el que le requirieron usar la 10 como un 10, el máximo goleador del equipo, Messi, Messi, Messi, haya sido fustigado (y no analizado que, claro, es diferente) porque la Selección apiló actuaciones altas y medianas sin llenarse de vueltas olímpicas. 

Indagar sobre todo eso supone reflexionar en torno del inabarcable fútbol a partir de lo que la industria del entretenimiento hace y deshace con él al compás de comunicadores y de confundidores, de negocios y de negociados, de lo que persiste y de lo que se desvanece, de lo que continúa siendo un deporte y de lo que, con calidades oscilantes, conforma un show montado sobre la base del deporte. Inabarcable fútbol: puede cobijar a demasiadas mugres y a demasiados mugrientos pero insiste en revelarse (y en rebelarse) como un lugar donde ser con otros y con otras, como una pertenencia en medio de un horizonte en el que abunda lo que se esfuma, como una esperanza que si se cae ya le dará posibilidad a la esperanza siguiente, acaso como una patria.

A cuadra y media, el pibe desenfunda la segunda medialuna y prosigue su tránsito lento con un regusto campeón en el paladar. El vecino que lo escuchó hace un ratito, emprende, estimulado, su viaje hacia la panadería. No hay forma de no tentarse. Pide, obvio, una docena de medialunas espléndidas. Al panadero le baila una plenitud con forma, también, de medialuna en los labios. 

—Qué bien la Selección —enuncia, en la frontera del grito—. Llévese trece en vez de doce. Yo invito una. Si no es por ganarle a Brasil en Brasil, ¿cuándo?”.

El vecino agradece y, al borde de partir, registra una oración que lo traspasa. Es una oración que le besó las orejas en muchas ocasiones y que, desconoce por qué, siempre le acaricia la piel.

—Vamos Argentina —lanza el panadero.

Entonces, se da vuelta y contesta:

—Vamos, carajo.

*Artículo publicado en Revista Anfibia

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