Fútbol

El último partido con mi viejo en la cancha

Publicado

el

Andrés Burgo

Periodista.

En noviembre de 1988, cuando ya había empezado a ir a la cancha con amigos o solo, con mi viejo volvimos al Monumental en un espléndido domingo de primavera. Yo había cumplido 14 y sería nuestra última vez juntos en la cancha. No importaba que el rival, Deportivo Armenio, careciera de peso específico: había comenzado una etapa -que arrancó en mi adolescencia y continúa hasta hoy, con 48, cuando ya acudo con amigos y mi hijo, Félix, de 7- en que quería ver a River contra el rival que le tocara, incluso contra el propio River, a tal punto que en julio de ese año concurrí a un entrenamiento abierto al público.

Eran épocas en que se abrían las puertas a los pocos minutos del segundo tiempo, una práctica a la que mi viejo solía recurrir para evitar pagar la entrada. A diferencia de los partidos anteriores, en los que liberaban el acceso a la platea Belgrano, esa tarde contra Armenio nos dejaron pasar a la platea baja Sívori, entonces llamada Almirante Brown, una tribuna más plebeya y menos severa que la Belgrano. Apenas subimos la escalera nos ubicamos en el pasillo que divide al sector bajo del medio, al lado de un señor -al que reconocí como uno de los 200 o 300 que entramos en malón a los pocos minutos del segundo tiempo- que comenzó a elogiar con énfasis a Claudio Borghi.

Casi 35 años después, leo que el Bichi había ingresado casi como nosotros, en el entretiempo, y River había pasado de empatar 0-0 en la primera parte a golear 3-0 a los 20 minutos del complemento, seguramente al compás de la genialidad frágil de Borghi, un artista del fútbol al que lo perjudicaba su inconsistencia en la mentalidad marcial, de máxima competencia, que los deportistas necesitan cultivar.

—¡Qué jugador Borghi, ese sí que sabe, fijate cómo hace jugar al resto del equipo! —me decía el admirador del Bichi.

Claudio Daniel Borghi Bidos y su característica rabona en su paso por River a mediados de los ’80.

Si al comienzo de mis incursiones a la cancha me habían llamado la atención cuestiones colaterales como la gorra del arquero o los insultos de los plateistas, a esa altura también sabía apreciar y agradecer las grandes jugadas. En un 5-1 contra Newell’s de 1985 había festejado a carcajadas limpias un taquito a la red de Claudio Morresi, el jugador más esmirriado al que le vi ponerse nuestra camiseta —hasta que llegó Nacho Fernández, ambos también muy cerebrales- el primer golazo que presencié en mi carrera de hincha.

Al verano siguiente repasé mil veces la foto del gol de chilena de Enzo Francescoli contra la todavía poderosa Polonia, en un amistoso jugado en Mar del Plata por un River de galera, bastón y overol que multiplicaría títulos el resto de 1986, cuando nos consagramos campeones argentinos, de América e intercontinentales en paralelo al apogeo de Maradona y de la Selección en el Mundial de México. Toda esa fanfarria de vueltas olímpicas y grandes goles era fácil de detectar, bastaba con abrir los ojos, pero el señor que me hablaba del unipersonal de Borghi contra Armenio percibía una parte del fútbol que me resultaba invisible, la de los hilos del titiritero: cómo se movían los jugadores sin la pelota, cómo el equipo parecía seguir la batuta del director de orquesta.

—¡Mirá cómo genera espacios el Bichi para sus compañeros! —insistió.

Era como uno de esos estetas que se pasan horas delante de un cuadro en un museo de arte, descifrándolo y encontrándole señales imperceptibles de belleza, en contraste con una mayoría que desfilamos con interés general por el tema pero sin entenderlo en profundidad.

Lo fascinante del asunto para mis 14 años —el motivo por el cual todavía evoco ese día, y en cambio olvidé quiénes convirtieron los goles del 3-1 a Armenio— es que aquel hombre era alguien al borde de desbarrancarse del sistema: sus zapatillas estaban rotas, con la suela colgando como una lengua, y vestía pantalones agujereados, sucios. A diferencia de lo que ocurre ahora con este juego creado por los pobres y robado por los ricos, cuando tenemos que estar bancarizados para poder asistir a la cancha, pagar una cuota mensual y quienes estamos abonados a Tu Lugar en el Monumental debemos agregarle, salvo en la Sívori alta, un abono por torneo, el fútbol todavía permitía 90 minutos de igualdad social. Enfilar a la ventanilla y comprar una entrada minutos antes de que comenzara el partido, aunque fuera una vez al mes o al año, era una posibilidad de esparcimiento para cualquier hincha, incluso para aquellos de los niveles socioeconómicos más desprotegidos. Y si alguien no podía pagarlo, al menos tenía la posibilidad de acceder a esa reivindicación cuando se abrían las puertas a los 15 minutos del segundo tiempo, como hizo aquel hombre que portaba una extraordinaria sensibilidad para disfrutar el juego, como esos hombres en situación de calle que, tendidos en la vereda, escuchan música clásica.

Yo estaba saliendo del cascarón, en plena etapa formativa, todavía despegándome de la sobreprotección materna a la que había recurrido para compensar la distancia paterna de lunes a sábado, y la interacción con un linyera que hablaba como un artista fue otro golpe a mis escrúpulos. Al otro lado del admirador de Borghi, mi papá no me dijo nada, como si me estuviera soltando para que me largara por mi cuenta, como ya había comenzado a ocurrir y seguiría ocurriendo, no solo en el Monumental. Acorde al rival de aquella tarde, Armenio, un equipo que tarde o temprano tendría fecha de vencimiento en Primera División, también mi etapa como hijo en la cancha estaba por concluir.

Atrás quedaban diez años, de 1978 a 1988, en los que con mi viejo fuimos juntos 15 veces a ver a River, una cantidad que -cuando recopilé todos los partidos a los que asistí como hincha- me pareció mucho menor a la que creía recordar. Entonces pensé en el caso de La Máquina, el equipo que mi viejo me mencionó cien, mil, un millón de veces, la delantera que se hizo leyenda a pesar de que su famoso quinteto —Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Loustau— solo coincidió en la cancha 18 partidos, ninguno contra Boca, entre 1942 y 1946. Aquellos 15 partidos con mi viejo, tan pocos y tantos al mismo tiempo, siempre serán mi Máquina.

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