Superado el ecuador que separó sus 34 años de sus 35, Lionel Messi se dispone al supremo intento de rozar alturas que cuatro-Mundiales-cuatro le han negado y que, sin embargo, se revelan insuficientes para impugnar una genialidad derramada incluso con la sacrosanta camiseta «albiceleste».
El pibito que jugó poco en Alemania 2006, el joven prestidigitador del Barcelona que en Sudáfrica 2010 no convirtió ni una sola vez, el entronizado número uno del planeta que en la final de Brasil 2014 falló un gol que en su equipo hacía prácticamente todas las semanas, el alma en pena de Rusia 2018, es el mismo que persiste en hacer trepidar el sismógrafo de las estadísticas.
Por saber: líder en presencias internacionales (163, alejado ya de los insignes Javier Mascherano y Javier Zanetti), líder entre los máximos goleadores (90, por delante de Gabriel Batistuta, Kun Agüero, Hernán Crespo y Diego Maradona y líder también en el casillero de los pases-gol (por delante del propio Diego, de Ariel Ortega y Ángel Di María).
Pero tengan por seguro que la Pulga rosarina, portento Siglo XXI que se sienta a la selecta mesa de los futbolistas argentinos que fueron considerados los mejores del mundo, con Diego I de Villa Fiorito y Alfredo Di Stéfano, irá menos por sus esplendores personales que por una gesta de la Selección propiamente dicha.
¿Fue campeón Olímpico? Sí. ¿Fue campeón de América? Sí. ¿Fue campeón del mundo? No. Precisamente en pos de esa gloriosa zanahoria motivadora irá a jugar a Qatar.
Tomado por cierto aquello de que las flores más bellas nacen en los pantanos, podría deducirse que Messi disfruta de uno de los momentos más felices de su vida. Fruto de una cadena de paradojas, tal vez.
Baste con su insospechada y traumática salida de Barcelona, con una adaptación en curso (también brumosa y cuestionada, cómo no) su inserción en el PSG, una serie de lesiones y una Selección en la que por orden natural de la mano de Scaloni fue quedándose sin compadres de vieja data.
Y en ese contexto, en el albor de su otoño futbolístico se sacó de encima una buena parte del lastre de la sequía albiceleste, dio la vuelta olímpica en el Maracaná, recibió su séptima Balón de Oro y se lo nota muy a buenas con sus huesos y con su alma. Un Messi dichoso en la plenitud acariciante de una familia feliz.
¿Sigue siendo Messi el mejor jugador del planeta? Sí y no.
Sí, amén de una trayectoria excepcional por donde se la examine, porque en su caja de herramientas reposan soluciones inalcanzables incluso para futbolistas notables. Esto es: persiste en el rosarino la potestad de empuñar destrezas que Diosa Natura obsequió a él y a nadie más que a él.
Pero eso en un sentido general y cada día más latente, lateral y circunstancial.
El Padre Tiempo guarda una relación de perenne hostilidad con ciertas excepciones. Son evidentes su merma de velocidad, de chispa en el uno contra uno y también de maña para salir de entreveros de los que sabía salir bañado y perfumado.
En sentido estricto, dicho sea con una mano en el corazón, Messi no es hoy el jugador más influyente en el verde rectángulo de 105 x 70.
Ese trono corresponde a Kilian Mbappé, por motivos y elocuencias que de tan a la vista huelga perorarlas y se encuentran en cualquier módico video de YouTube o en el seguimiento del día del París Saint-Germain y la selección francesa.
Digámoslo de una vez: un Messi brillante en Qatar equivaldría a un sabroso fruto del Libro Guinness del fútbol de alta competencia.
Y eso por imperio de las huellas de su documento de identidad: tendría 35 años y 5 meses.
Ferenc Puskas jugó su mejor Mundial a los 27 años.
Garrincha tocó el cielo en el Mundial de Chile 62: tenía 28 años.
Pelé despuntó en el Mundial de sus 16 y se marchó, glorioso, en el Mundial de sus 29.
Frank Beckenbauer brilló a los 20 y levantó la Copa del Mundo a los 29.
Johan Cruyff jugó su único y extraordinario Mundial a los 27.
Ronaldo -el Gordo, Luis Nazario de Lima- la descosió con el 98, con 21, y fue goleador y campeón del mundo tres meses antes de cumplir 26.
Pero cuidado con descartar la travesura más asombrosa de Leo, superdotado, prestidigitador otoñal y a la vez eterno.
* Artículo publicado en Télam
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