Diciembre
de 2018. River y
Boca paralizaban al mundo fútbol con una épica final de Copa Libertadores de
jugarse en Madrid, España. Sin embargo, a Marquito lo desvelaba qué refuerzos
podrían llegar en el receso estival para afrontar el tramo final del Federal A.
“¿Pero se juega quizá el partido más trascendente de la historia?”, le
replicó su hermano. Tajante e irascible, fiel a su estilo, respondió: “Qué
me calienta, gordo!!!. Tenemos que ascender con el ´cele´”.
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Marzo-Abril
de 2020. La
pandemia por el Covid 19 desnudaba cifras y situaciones preocupantes y el
confinamiento ya se hacía efectivo en todo el territorio argentino. Y Marquitos
preguntó: “¿No se va a poder ir a la cancha?”.
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Un
domingo cualquiera.
Mientras el asado marcha por cauces normales, el aperitivo transcurre en la
hora indicada y el intercambio con su hermano sobre la realidad y el futuro del
equipo llegó a su fin, Marquitos busca otro interlocutor válido con el cual
seguir la “parloteada”. Se cruza al frente. Se dispone a despejar dudas sobre
el destino con otro integrante de la feligresía “celeste”: Juan Carlos.
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Sábado 9
de enero de 2020: 13.20 hs. A la vera del río Quillinzo y con más de 30 grados Marquito tomaba sol
inquieto y ansioso. “Dale gordooo. Apura ese asado que ya empieza el
partido”. La hora señalada para
hacer historia era a las 17, pero él ya había empezado a jugar ese decisivo
cotejo con Agropecuario hacía casi una semana.
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Marquito,
en términos religiosos, es devoto de Estudiantes de Río Cuarto. La
caracterización de hincha no lo abarca en plenitud puesto que su amor por el
club desborda largamente esa definición del “simpatizante cuyo sentido de
pertenencia e identidad determina sus conductas en la vida social”.
Marquito
fue gestando esto que hoy es una forma de vida tiempo después de
que el “celeste” lograra escribir las páginas más gloriosas en su historia (los
nacionales del ´83, ´84 y ´85). No hizo falta respirar esa gloria para
configurar un ADN que lo diferencie del resto. Su primer acercamiento con el
gran amor de su vida fue en la temporada 1988-89. Como todos los domingos, los
pibes de las cercanías de la Iglesia Sagrado Corazón de Jesús se reunían a
jugar mientras resoban lo ecos de la misa de las 11. Por respeto al culto
religioso, se pateaba en la improvisada cancha de calle Kowalk y no enfrente
del atrio para no perturbar el desarrollo de la ceremonia. El porte de las
señoras “pitucas” que desfilaban para el templo contrastaba con la de quienes
protagonizábamos duelos futbolísticos épicos hasta que nos llamaban a comer los
tradicionales fideos con salsa. Ese domingo, el “robot” Donadío le dijo a
Marquito: “Che, ¿querés venir a la cancha esta tarde. Voy con mi viejo?”.
“Uhh…que lindo, pero no sé. Debería tu viejo pedirle permiso al mío, además
yo estoy con mi hermano”, respondió entusiasmado a media Marquito. Don
Donadío obtuvo el permiso de parte de Miguel, y allá fueron. Pasadas las 17,
atravesaron la ciudad a pie para llegar al estadio. Estudiantes jugaba con
Argentino Peñarol de Córdoba por el viejo Torneo del Interior. Se esperaba
mucha gente por eso la partida con tanto tiempo de antelación. El folclore de
siempre en las fueras del Estadio Ciudad de Cuarto: el humo de los choripanes,
algunos hinchas tomando algo fresco debajo de la Virgen de la Concepción, otros
en la esquina de Porto Gelato, en la sede de club…todo era advertido con ojos
de asombro por Marquito y su hermano menor. Un paisaje novedoso y atrapante.
Entramos raudamente. Había que obtener el mejor lugar en la tribuna alta. “Don
Donadío nos metió a los pechones a los niños-adolescentes para que el tiquetero
de la puerta no dudara ni un segundo y pasáramos gratis, como menores”. Probablemente
la dimensión de lo que se viviría no se tomó en el acceso al estadio sino
cuando, luego de subir una batería interminable de escaleras, sortear el olor
nauseabundo del sector del ´toilette´, asomó una mole de cemento acompañada con
un prolijo verde con demarcaciones perfectas de líneas de cal relucientes.
Desde las alturas todo parecía mágico. Gente vestida de celeste, con gorros,
banderas y niños esperando por la gaseosa y la bolsita de praliné que el
cocacolero vociferaba alegremente entre la muchedumbre. En cuestión de minutos
esa mole gris se pobló de gente y el bullicio aturdía. Máxime cuando salió el
equipo a la cancha. Una lluvia de papelitos que transformó el cielo celeste del
Imperio en blanco con betas grisáceas. Marquito miraba fijo el centro del
campo. Lo que estaba sucediendo no se parecía a nada de lo vivió anteriormente.
Ese día ganó Estudiantes 2-0. El resultado positivo seguro no fue determinante.
Lo fue eso intangible que se halla en un enamoramiento a primera vista. A
diferencia de otras vertientes de pensamientos filosóficas, el holandés Baruch
Spinoza afirmaba que “el hombre ama porque le causa una alegría, pero dicha
alegría viene de un estímulo exterior que lo hace querer más del otro que de
uno mismo”. Esa definición encaja a la perfección en este caso. La vida de
Marquitos cambió desde ese día y para siempre. Supo no iba a haber un amor que
puede empardar eso que sintió aquel domingo. Desde ese día no hubo nunca más
camisetas de fútbol con insignias de clubes porteños. Desde ese día el León fue
su animal predilecto y el celeste su color de cabecera. Desde ese día hasta los
refuerzos foráneos más resistidos recibieron la defensa sólo por defender esa
casaca, una extensión del alma. Desde ese día, doña Ercilia, Juan Spataro,
Edmundo Ailan, el Pato Gasparini, los tucumanos Uribio y Urchevich,
Suspichiati, Cepeda, Tessone, Núñez, Toncovich y las generaciones de pibes del
club se transformaron en parte de su familia: simbólica y afectivamente estuvieron
siempre sentados en su mesa junto al Miguel, la Susi, el gordo y la “nona”
Anita. Fueron parte de su cotidianeidad.
Marquito no
alimentó ese idilio desde el triunfo. Lejos de ello. Fueron tiempos en lo que
prevalecieron las frustraciones por sobre los éxitos. Eso no importaba, ni
antes ni ahora. Fue, es y será optimista por naturaleza, convicción y amor.
“Marquitos…está
difícil para clasificar a la final después de cuatros empates. Hay que ganar
todo lo que queda y encima no dependes de vos”, se lo interpeló desde una ecuación matemática
fría, en relación a las posibilidades de acceder a un partido decisivo por el
anhelado ascenso a primera. “No sé gordo eh…!. ¿Quién te dice que ganamos los
tres partidos con buena diferencia de gol y nos metemos?”, contestó situado
desde su mirada contaminada eternamente por la perspectiva “de la mitad vaso
lleno”. Y tenía razón. Aunque la razón no sea siempre su principal argumento a
la hora de destilar amor por Estudiantes. Es siempre la emoción la que se
impone. El sentimiento. Ése que lo llevo a pensar que el periplo de Estudiantes
en los antiguos torneos del interior y el fango del Argentino B y A iba a ser
fugaz solo por los laureles cosechados por haber sido parte de elite del fútbol
nacional. Eso no ocurrió. Fueron más 35 años de transitar por terreno lodoso y
repugnante (por los desmanejos dirigenciales de la organización del siempre
ninguneado fútbol del interior). Marquito siempre graficó ese periodo como el
andar elegante de un hombre vestido de frac, galera y zapatos de charol lustrosos
en medio de montañas de ruinas.
Marquito superó
con entereza los avatares del doloroso tiempo “del haber sido y el dolor de no
ser”. Lo hizo desde la fe y esa pasión cristalizada en apoyo incondicional,
pero incondicional en serio!. Ante los hinchas nuevitos siempre se jacta: “Cuando
vos tengas los kilómetros que yo hice siguiendo al ´cele´ recién ahí podemos
hablar”. Y no sólo eso. Si contabiliza las horas reloj que estuvo habitando
alguna tribuna palpitando algún duelo por Liga Regional o certamen nacional
difícilmente tenga oponente de fuste a la hora de debatir. No era de llegar
sobre la hora a la cancha. Marquito pisaba el estadio una o dos horas antes del
compromiso, sea el rival que sea: Talleres o Belgrano de Córdoba, Platense,
Ferro, Atlético Guatimozín o 13 de Junio de Pirané. Era y es un ritual sagrado,
que permaneció y permanece inmutable. “Marquito, venite el domingo a comer
el asado a casa”, lo convida su hermano.
-No
gordo, gracias. Juega el cele a las cuatro.
El domingo
es de Estudiantes. Así de sencillo.
Y si
hubiese unidad de medida para determinar las horas que piensa a su Estudiantes
seguramente la explicación racional del cuadro nos remontaría a una extraña
locura, hermosa por cierto.
Por todo
eso. Por sus encendidas defensas al club en cualquier ocasión y circunstancias.
Por sus alegrías inconmensurables, no comparadas con nada. Por sus
frustraciones y profundas tristezas que marcaron y marcarán su estado de ánimo
y andar pendulante en la vida. Por la luz que brilla en sus ojos cada vez que
se acerca el día de un partido del “celeste”. Por sentir a Estudiantes como un
motor que tracciona su vida…Ojalá este sábado sea el día. Ojalá que el proceso
conducido por Marcelo Vázquez, su cuerpo técnico, la dirigencia y ese grupo de héroes
paganos con resabios del barro del ascenso logren coronarlo con el salto que
todo el pueblo futbolero quiere dar. ¿Para qué? Para abrazarse a esa trama
identitaria que los llevará a fundirse en el grito de gol del “hacha” Ludueña a
Belgrano, a los de Ramonda a Sportivo Pedal de San Rafael o al rugido de Cossio
ante Alumni de Villa María.
Y seguro
ahí estará Marquito. El que, siendo niño, escuchó por radio aquellas epopeyas y
al rememorarlo en estos tiempos no puede evitar la emoción hasta las lágrimas.
Si bien
parece ser un personaje extraído de algún cuento de Osvaldo Soriano, Marquito
es real. Existe. Todos le dicen Marquito, pero no es un nene. Va camino a los
50 aunque no parezca por la frescura e ingenuidad que pone al servicio de vigilar,
con la lealtad de pocos, los intereses de su club.
Marquito es
el que también lloró en silencio con el cuarto gol de Sepúlveda a Agropecuario
con la mirada perdida entre las sierras bajas que adornan el cauce del río Quillinzo.
Marquito es
el que deseará que este sábado a la noche se instituya como el momento de
reconciliación entre la historia y Estudiantes. Si eso pasa, probablemente se
emparente a la idea de Justicia. O bien de resarcimiento de la “injusticia
futbolera soportada” durante más de varios lustros para ese hombre de frac,
galera y zapatos de charol relucientes que caminaba sobre montañas de ruinas.
Marquito
sos vos que seguramente te identificas con parte de esta historia.
Marquito es
también quien hoy no tiene esa chance de descubrir cómo el cuerpo revolucionado
se inunda de sensaciones indescriptibles en palabras. Marquito es Doña Ercilia,
es el Juan Spataro, es don Antonio Candini, es el gran Pepe Moscone, es parte
de la leonada que habita la bullanguera tribuna del cielo, y tanto otros y
otras.
Ojalá que
este disfrutable proceso con todo lo que generó hasta aquí, o bien la potencial
consumación de ese anhelado ascenso a primera división, forje en las nuevas
generaciones de hinchas del fútbol un sentido de pertenencia tal por
Estudiantes que los haga prescindir de fastuosas tentaciones porteñas.
Ojalá se
dé. Porque Marquito, vos y los que hoy no están…merecen ser de primera!!!
Por Franco Evaristi – Comunicador y docente
universitario.