Fútbol

Mi papá y Luis Galván

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Las piernas certeras de Luis Galván lucían en muchos sitios pero nunca en ninguno como en los lentes de mi papá.
Fotografía Ariel Scher

Ariel Scher

Periodista.

Las piernas certeras de Luis Galván lucían en muchos sitios pero nunca en ninguno como en los lentes de mi papá. Yo miraba esas piernas de marcador central arriba del césped y miraba más cómo los lentes de mi papá miraban esas piernas. «Muy bueno, Galván«, decía mi papá, con la boca que trazaba una leve sonrisa debajo de los lentes. Y decía un poco más, acaso porque el fútbol, en ocasiones, permite soltar grandes ideas o quizás porque, sin voluntad catedrática, los papás como el mío encuentran que en esas ideas reside lo que, además del amor, quieren heredarle a sus hijos: «Muy bueno, Galván. A veces, nadie se da cuenta de que algunos muy buenos son muy buenos. Esos que son muy buenos y medio invisibles sostienen a los equipos. A los equipos y también al mundo».

Galván jugaba en Talleres de Córdoba en la segunda mitad de los setenta, el tiempo en el que mi papá y yo, que no hinchábamos por Talleres, nos íbamos domingo de por medio a cualquier cancha para ejercer lo mejor que tiene el fútbol, o sea a compartir la vida. Bah, no a cualquier cancha sino a las canchas donde el fútbol prometía sus riquezas. Y Galván, bajito para ser primer central, elegante a contramano de la rusticidad distintiva de ciertas tradiciones en el puesto y con menos márketing que las estrellas que inventaban imposibles de la mediacancha en adelante, traía un sello extraño: jugaba como un secreto pero a la vista de todos. Extraño pero comprensible: se apuraba poco y nada pero llegaba antes que los rivales, no se le reconocían músculos sobresalientes pero trababa la pelota y esa pelota se encariñaba con él, ni una crónica lo señalaba como gambeteador o como pasador pero abundaba en técnica como para que cada maniobra tuviera resolución exacta, media lo mismo que mis compañeros de mitad de la secundaria pero cabeceaba en el lugar justo y antes que casi el planeta. Todo eso lo explicó mejor el Flaco Menotti cuando, para perplejidad de las mayorías, lo sumó a la Selección Argentina que iba por el Mundial 78. Mi papá, que no creía demasiado en el destino ni en lo natural, no fue parte de esa sorpresa: Galván en la Selección le parecía un destino natural.

El santiagueño Luis Galván, figura legendaria del Talleres de los ‘70 y campeón del mundo con la selección en Argentina ‘78, murió este lunes, a los 77 años.

Desde el análisis futbolero, el convencimiento de mi papá -y el de Menotti- surgía irreprochable. Sin embargo, yo aún no percibía que en eso que los lentes invariables de mi papá sabían registrar había algo más. Algo más, claro, porque, al cabo, marcadores centrales confiables surgían unos cuantos. Y, por motivos variados, todos poseían ecos mayores que lo de Galván, alguien que hacía proezas y las narraba brevemente sin considerarlas proezas, como quien ve llover una noche y augura que los suelos amanecerán con charcos.

Mi papá portaba lentes desde la infancia humilde. Se los calzaron poquitas temporadas después de que mi abuela lo pariera en un costado de Santiago del Estero al que jamás retornó. Y, miope pero tenaz, los usó con eficacia, incluso para desempeñarse probadamente como futbolista de potrero entre sus amigos. Los lentes mediaron sus lazos con el planeta en la adolescencia, en los encandilamientos inaugurales, en el hallazgo triste de las miserias que la humanidad le efectúa a la humanidad, en el enfoque sobre los cracks de unas cuantas épocas, en el parpadeo inicial sobre el rostro de mi mamá, en los años en los que -flaquito porque el hambre le saludaba a los huesos- desandó los escalones que lo volvieron odontólogo en la Universidad de Córdoba, en su rutina de laburante comprometido, carente de famas y sin más premios que lucir esos lentes con la conciencia en paz. Con todo ese equipaje, me llevó domingo de por medio a las canchas de mi niñez y, en junio de 1978, entre fríos, nubes y los aires contaminantes de la más espantosa de las siempre espantosas dictaduras, al Mundial.

En esa cita cumbre, desafío tras desafío, latían los dos. Galván, que se esmeraba frente a húngaros grandotes, a franceses hábiles y a italianos peligrosos. Y mi papá, que se dejaba habitar los lentes por los movimientos de Galván y oía, haciendo fuerza para adentro, las puteadas de algunos hinchas ansiosos cuando a Galván se le tornaba bravo repeler a húngaros, a franceses, a italianos y a los adversarios posteriores. En los partidos del primer tramo del torneo, la jerarquía que le registrábamos en Talleres no brotaba completa aunque tampoco el tipo bordeaba la insolvencia. Durante ese tramo, mi papá no soltó frases como herencias y sí conductas mudas que también son un legado de algunos padres en algunos hijos. Más allá de las dudas de un sector de la prensa y de esas puteadas en la tribuna que se le hundían en las orejas como clavos con herrumbre, silencioso, paciente, abrazando ilusiones del mismo modo en que me abrazaba en las puertas de entrada a los estadios, persistía en confiar en Galván.

Luis Adolfo Galván, emblema de Talleres y Campeón del Mundo Selección Argentina en 1978 sosteniendo una plaqueta que el club cordobés le entregó en uno de los reconocimientos.

En la final que Argentina le ganó por 3 a 1 a Holanda, Galván desparramó la excelencia completa de su repertorio. Sin estruendos, sin escenificaciones, sin hacer tanto más que lo que era experto en hacer, descosió la redonda, neutralizó a todas las camisetas contrarias que le pasaron cerca, certificó que el Flaco Menotti había acertado, pisó las profundidades del pasto con la erudición de quienes hacen florecer jardines en los patios y salió campeón del mundo. Los diarios y las revistas le pusieron 10 puntos. En los lentes de mi papá se lo detectaba con una alegría sin desbordes. Igual que a mi papá.

La consagración plena de Galván tardó en cristalizarse: toda una historia jugando magnífico para que una tarde, por fin, la Tierra lo venerara como si fuera un cielo. Un coherente ese hombre: bastante rápido, sus rasgos sin rupturas lo devolvieron al universo de los anónimos en el que transcurrió su fútbol y sus días. Fue recién cuando Galván murió, en el comienzo del mayo 47 después de aquel Mundial, que descubrí por qué en los lentes de mi papá relumbraban esas piernas certeras.

«El Maestro». Una bandera alusiva a Luis Galván en la tribuna de Talleres.

Alguien me hizo notar que Galván y mi papá coincidían en la cuna santiagueña: sintonía linda, pero intuí que no era eso. Alguien más me advirtió que los dos encaminaron sus recorridos, sus hambres y sus solidificaciones en Córdoba, aliviando a otras personas uno sacando pelotazos adversos y el otro quitando muelas incómodas: podía ser y hasta constituía una convergencia hermosa, pero tampoco. El misterio brillaba en otro rincón. En una herencia que venció a todas las mudanzas y a todos los olvidos. En una frase que se las arregla para persistir en el viento: «Esos que son muy buenos y medio invisibles sostienen a los equipos. A los equipos y también al mundo». La realidad, a pesar de lo que enuncian tantos dogmas, está tejida con muchas más dudas que verdades. Pero ahí titila una preciosa verdad. A los equipos y al mundo los sostienen la gente como Galván y como mi papá.

Y si es necesaria una prueba, ahí tengo guardados unos viejos lentes, en los que mi papá sigue siendo mi papá y Galván sigue jugando como Galván.

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