Media Distancia
Sartre, al ángulo
Ariel Scher
Periodista.
Tuvo suerte Galtier. Galtier, sí, Galtier, Christophe, el entrenador del Paris Saint-Germain. ¿Suerte? ¿Cómo suerte si lo están incinerando por la presunción de haber soltado frases discriminatorias, horribles, hacia sus jugadores durante su etapa orientando al Niza? ¿Cómo suerte si a su equipo, a pesar de tener a Messi, a Mbappé, hasta una lesión a Neymar y a otros artistas destacados, el fútbol le fluye en cuentagotas y no conmueve a ningún público? De nuevo: suerte, sí, suerte. Si en las calles de este planeta todavía anduviera Jean Paul Sartre, alguien que murió el 15 de abril de 1980, hace 43 años, a Galtier le iría mucho peor.
Sartre, desde luego que Sartre, Jean-Paul, francés, filósofo, escritor y militante, el tipo al que le dieron el Premio Nobel de Literatura en 1964, el mismo tipo que ni fue a buscar ese premio, el mismísimo tipo que conmovió las arterias de varias generaciones de estudiantes con su interpretación del mundo, de las opresiones y de la condición humana entera, el más que mismísimo tipo que, en un tramo de su biografía, frecuentó las tribunas de un estadio para ver a un club que, desde 1970, se volvería -coincidencia, coincidencia- el París Saint-Germain.
«El fútbol es una metáfora de la vida«, expresó Sartre, quien no creció soñando con ser un crack arriba del pasto o, incluso, sudando los fines de semana a causa de los colores de una camiseta, pero migró rumbo al estadio para ensanchar la construcción de una de sus obras fundamentales, aparecida en 1960. Se trata de «Crítica de la razón dialéctica», un texto determinante en la historia moderna de la filosofía, una comprensión de la existencia sostenida en un marxismo profundo pero singular, en la que el fútbol le posibilita explicar más de una cuestión. Sartre había empezado a seguir al Stade Saint-Germain, un equipo que en 1970 se fusionó con el París F.C para parir a lo que ahora el universo conoce como PSG. Allí plantea, por ejemplo: «Es ejemplar el caso del fútbol, con las relaciones entre los jugadores, esos pequeños grupos estrechos y rigurosos; la indiferenciación del derecho y del deber para cada jugador, así como el juego de las reciprocidades diversas entre jugadores, grupo adverso y espectadores».
¿Pero por qué a Galtier debería suscitarle algún alivio que Sartre, tan escuchado, tan influyente, tan involucrado, no pueda intervenir en las noticias de estos días? Porque, más allá de que en la biobliotecas suelen aparecer primero libros como «El ser y la nada», «La náusea» o la propia «Crítica de la razón dialéctica», Sartre se metió muy a su manera con segregaciones y segregacionistas en su ensayo «Reflexiones sobre la cuestión judía». Lo que el autor francés dice allí sobre los antisemitas es trasladable -y así lo hicieron muchos de los analistas de Sartre- a cualquier discurso marginatorio: «No todos los enemigos del judío reclaman abiertamente su muerte, pero las medidas que proponen y que apuntan a su destierro y humillación, son sucedáneos de este asesinato que meditan en sí mismos: son asesinatos simbólicos».
A diferencia de lo que estimula el show comunicacional de este época, Sartre se permitía los ciclos responsables de verificación de la información, hubiera oído la defensa de Galtier y recién después de indagar un montón y de pensar un montón desembocaría en una postura pública sobre el tema. Pero sí sus conclusiones avalaran los dichos brutales que ahora se le atribuyen al director técnico del PSG, acaso reiteraría el alegato antiracista que enarboló una vez frente a una pregunta del gran poeta cubano Nicolás Guillén: «Cuando algunas competencias debido a la falta de trabajo, el desempleo, puedan suprimirse, cuando la propiedad colectiva haya aumentado lentamente, el racismo, en la medida en que existe aquí, estará muy cerca de eliminarse”.
Futbolero y notable narrador, el mexicano Juan Villoro sugiere, en su artículo «El arte y el fútbol», lo siguiente: «Resulta difícil concebir a Sartre, hombre de letras, comprometido con la razón 24 horas al día, preocupado por la suerte del Paris Saint Germain». Cierto porque en la fecunda producción de Sarte en fútbol brota poco por fuera de «Crítica de la razón dialéctica». Apenas un trazo de infancia (nació en París el 21 de junio de 1905) en «Las palabras»: «Seco, duro y alegre, me sentía de acero, liberado por fin del pecado de existir; jugábamos a la pelota entre el Hôtel des Grands Hommes y la estatua de Jean-Jacques Rousseau; yo era indispensable».
Sin embargo, el profesor argentino César R. Torres, doctor en Filosofía del Deporte, consigue ubicar por qué la percepción atentísima de Sartre deriva en las canchas al ser consultado para esta nota: «Para Sartre, la vida era, en la fórmula popularizada por un famoso tango, una herida absurda. Sin embargo, encontró en el fútbol, así como en la experiencia lúdica, un ámbito en el cual las personas pueden ejercer su creatividad y expandirse, forjándose un sentido. Enmarcadas dentro de las limitaciones de las reglas, que en la terminología sartreana erigen pequeñas realidades, las personas activan su habilidosa imaginación. Esta activación implica un elegir que forja y manifiesta posibilidades para la praxis que, a su vez, necesariamente incluye a otros que juegan y que establece un equilibrio entre cooperación y antagonismo. Así, Sartre sostenía que, por medio de las posibilidades facilitadas por las reglas, la experiencia lúdica liberaba subjetividad y que quienes jugaban se percibían libres en el acto de jugar».
¿Mejoraría el horizonte deportivo de Galtier -ya por fuera de la prédica y la acción antirracista de Sartre- si se dejara envolver por las afirmaciones futbolísticas de Sarte en «Crítica de la razón dialéctica»? ¿No constituye una tentación preguntarle a los colegas de Galtier qué evalúan sobre los apuntes sartreanos destinados al fútbol? De párrafos como este: «El guardameta fue quien salvó varias veces a su equipo a través de acciones individuales, es decir, de una extralimitación de su poder en una práctica creativa». O como este: «En el fútbol todo se complica por la presencia del equipo adversario». Quizás alguno o alguna osaría replicar que todo eso es elemental. Sería un error. Al argumentar que el fútbol sirive para muchas cosas grandiosas y, entre ellas, para pensar, el filósofo argentino José Pablo Feinmann abrevió: «En el segundo tomo de la Crítica de la Razón Dialéctica, edición Losada, Sartre le dedica casi cien páginas al análisis de un partido de fútbol para explicitar las relaciones dialécticas entre la particularidad y el todo». Y, como interpreta cualquiera que conduce a un grupo, en esos lazos entre la particularidad y el todo suele radicar una de las claves del fútbol. Y de la vida social.
Tal vez aparezca quien desaire las consideraciones de Sartre sobre fútbol porque al hombre lo tentaba más el boxeo. Hay un volumen de Andy Martín titulado «El boxeador y el arquero: Sartre versus Camus», que hace eje en el oscilante y rico nexo entre esos dos brillantes franceses, uno capaz de practicar cross y jabs con sus alumnos cada jueves -como detalló el exquisito escritor César Tiempo- y el otro con un pasado en los tres palos del Racing de Argel. Pero serán pretextos, malas objeciones. Se puede coincidir, diferir o, más probablemente, las dos cosas con Sartre. Lo que surge difícil es desdeñar la potencia y la hondura de sus oraciones en cada tópico que decidió abordar.
Lo que brota certero es que, así como Sartre no vacilaría en tomar parte en las tensiones francesas de estas horas alrededor de los proyectos privatorios de derechos que empuja el gobierno de Emanuel Macron, se metería de lleno en los posibles dichos espantosos de un director técnico famoso. «Somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros», sentenció mientras imaginaba textos o polemizaba en mil estrados. Y el fútbol y sus voces notorias hacen (y deshacen) en cada segundo de esta era lo que son los individuos y las sociedades. Se dio cuenta Sarte, que se murió hace 43 años pero se ve que continúa jugando.
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