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La nobleza y los manipuladores de siempre, en tiempos de funerales

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Leonardo Gasseuy

Jorge II ascendió al trono británico en 1733. Fue el único monarca no ingles de la historia, había nacido en Hannover. La fortuita herencia de sangre de su abuela Sofía del Palotinado (era nieta de Jacobo I de Inglaterra) lo depositaron en Buckingham. Fue un monarca mediocre, vago, no mostraba interés alguno por la lectura, las artes o las ciencias y prefería dedicar su tiempo de ocio a la caza de ciervos o a jugar a las cartas. Horace Walpole lo presenta como un bufón débil, manejado por su esposa y sus ministros. Como todo noble, irradiaba vanidad y soñaba que su coronación fuera histórica, para eso convocó a otro alemán, Georg Friedrich Händel, un prodigio musical para que le creara su himno de asunción.

La obra se llamó Zadock el Sacerdote. En su letra se oye dios salve al rey, que viva el rey. Lo particular de las enunciaciones y la acústica la hacen emocionante. Quedó instaurado como uno de los ocho himnos británicos. En 1992, otra monarquía, la de Zurich, le encargó al compositor británico Tony Britten retocar la obra de Handel.  Con la impronta flemática de la corona británica y el marketing de la UEFA nació el himno de la Champions. En estos días de saturación monárquica, vale nomenclar el origen de lo mismo: elitismo y verticalidad.

El fútbol (como la monarquía) se retuerce en eso de ser vertical y simula vivir en el bamboleo de esa ficticia e impostada versión de ser accesible y popular. No lo es en ninguno de sus terrenos. Ni uno, ni otro. Los clubes (principalmente en el terruño de la difunta) fueron despojados, paradójicamente por los aportes, por estados petroleros, asiáticos enigmáticos y americanos usureros, convirtiendo al juego y sus productos derivados, en fondos de alto riesgo e instrumentos financieros opacos y elitistas.

El eco de once días de cortejo fúnebre nos exige razonar el paralelismo entre la monarquía y el fútbol. El poder de los dominantes y los dominados y la espesa sombra que fagocita las divisiones y amplían la atomización de los mundos, cada vez más agrios y lejanos. La monarquía con su farsa anacrónica y el fútbol con la sórdida invasión de los anfetaminicos profetas del mercado especulativo.

Lejísimos a la ilusoria y soñadora idea de David Goldblatt, donde dice que el Club siempre va a ser parte de una memoria colectiva, será un capital cultural colectivo, solo responde a una expresión de deseo, o más lacerante aun, a un tétrico simbolismo, como si los 2 millones de personas que hicieron cola para despedir a Isabel II se sintieron dueños de los 1.700 millones de euros que es el actual patrimonio del heredero convertido en Rey.

 La fortuna de la monarquía parlemantaria no tiene una seria trazabilidad en su origen. The Sunday Times informó que Carlos había aceptado millones de euros en efectivo, incluidas sumas de dinero que fueron transportadas en bolsas de compras y una maleta, de un ex primer ministro de Catar, el jeque Hamad Bin Jassim Bin Jaber al Thani. Nadie conoce el monto ni el destino, los monarcas solo actúan impertérritos, de gemelizada gestión con los Glazer, los Abramovich y los Ben Salman. La realidad ficticia reposa en la incredulidad y se arropa con el autoengaño, Si se ve real, y se siente real, ¿Crees que importa si es real?  Sucede en una sepultura multitudinaria y en un rebosante estadio cubierto de elitsmo y noble pasión mercantil.

Existen otros reyes. Menos suntuosos, pero igual de verticales y disfrazados con atuendos de nobles. Los del fútbol, en especial uno. “La Superliga Europea es libertad, autogobierno, fairplay financiero ante ayudas inaceptables, transparencia, solidaridad, a pesar de las intoxicaciones informativas, y ante todo, respeto para los aficionados”. Lo dice Florentino I de Valdebebas. Creer su discurso es como creer cuando la Reina Isabel II juró en 1982 que en Malvinas no habría sangre o cuando Ben Salman dijo que el Programa Visión Saudi 2030 era para modernizar y sensibilizar un régimen autocrático, el mismo que  el transformó en genocida. Salman lo juró en Yeda ante sus acólitos, lo cuestionó Kashogui que fue descuartizado por gente del propio príncipe. El triste sinsabor de las similitudes puede ser engañoso, pero otorgan mil certezas y tiñen de negro el futuro.

En este mundo, los líderes de la política como el fútbol, son direccionados como marionetas, genuflexas, tránsfugas y conversas. Los titiriteros son los mismos de siempre, con sus convicciones de control. El Club Bilderberg, la elite supra nacional que diseña el nuevo orden, y bajo cuyo paraguas de gestión está la UEFA, es el principal.  Florentino no aborta el proyecto de la Superliga, lo siguen el Barcelona y la Juventus. Un tribunal de Luxemburgo en enero de 2023 dará luz judicial al tema, sus movimientos son avalados por el Club Bilderberg,

Al-Khelaifi y su PSG están en contra de la Superliga, bregan por la Champions actual, pero planean que algunos partidos se jueguen en Abu Dhabi o en China, todo digitado por la empresa de Marketing Team AG que desde 1992 maneja los negocios comerciales de la UEFA, es de Lucerna, y obviamente un   tentáculo de Bilderberg. Como sea, la idea generalizada es que la final de la Champions de 2024 se juegue en Nueva York. Una guerra de reyes con final incierto.  Una vez   le preguntaron a Ulisses Grant un general que lidero el Ejercito de La Unión porque salía indemne de batallas tan sangrientas, dijo que “el secreto no es prestar atención donde apunta el enemigo, sino presumir donde irá la bala”. 

Cuando Julio Cortázar escribe la zaga de cuentos Cronopios y Famas (Editorial Minotauro 1962), expone personajes que son arquetipos irónicos, rayanos al ridículo y emparentados al racionalismo cartesiano. En la genial obra, los cronopios salieron paradójicos, irresponsables, irónicos e inclinados a tomarse la vida como un juego insensato y ridículo.  Según Cortázar un cronopio es un dibujo fuera de margen, un poema sin rima, un ruido fuerte sin sonido. Cuando vemos que la nobleza y sus símbolos exponen tan sombría ridiculez, nos recuerda al fútbol y sus manipuladores, que invariablemente, se   emparentan todos con el Rey de los Cronopios, 

Shakespeare, que con su pluma le hubiera evitado a Mac Beth soportar esto, escupiría hastiado y con eso le daría validez a su frase de que “lloramos al nacer porque venimos a este inmenso escenario de dementes.”

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