Media Distancia

No te puedo seguir a todas partes, pero cada vez te quiero más

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Alejandro Wall

Periodista.

Al Momo no le gusta que lo llamen infiltrado. Sólo quiere ir a ver a Belgrano de visitante aunque esté prohibido, aunque tenga que mover su extensa red de contactos para conseguir la entrada, aunque tenga que camuflarse, ir en silencio. Pero no quiere que le digan infiltrado. Ir de visitante, dice, le sirve para aprender cómo se mueven las otras hinchadas. Porque de local es otra cosa. Tiene que estar en la organización de la barra, quizá ni siquiera mira el partido. “De visitante lo puedo ver, apreciar mejor, por eso voy juegue donde juegue”, le dice Momo a Nicolás Cabrera, un doctor en Antropología por la Universidad Nacional de Córdoba que durante años hizo un trabajo inmersivo en Los Piratas, la barra de Belgrano. 

La primera vez que Cabrera estuvo de frente a Roberto Ponce, el Loco Tito, histórico jefe de la barra, fue en un partido de visitante. Lo relata en el libro que acaba de publicar, Que la cuenten como quieran. Pelear, viajar y alentar en una barra del fútbol argentino. Era 2012, todavía no había prohibición de visitantes y Belgrano jugaba contra Colón en Santa Fe. Al primer viaje, después de cinco horas, partido suspendido por lluvia. Volvieron al día siguiente. Hubo piedrazos a la tribuna, balas de goma y combate con la Policía local. A Cabrera le rompieron el pie con un machete. En el micro de vuelta lo busca el Loco Tito. “Cuando llegues a Córdoba -le dice el entonces capo de Los Piratas, ahora alejado de ese lugar- andá al médico, pedí factura y ticket. La barra se hace cargo de todo tu tratamiento”. No sólo a los tiros o a las piñas se construye una barra.

“Aquella idea del barra como ‘parásito violento del club’ se hace en oposición a un tipo ideal de hincha caracterizado como pacífico, trabajador, familiar, desinteresado y apasionado. Un hincha que, en la Argentina, sólo puede sostenerse como abstracción, pues su evidencia empírica es nula”, escribe Cabrera. “El resultado -dice- son diagnósticos sobre los hinchas del fútbol argentino, que se erigen sobre una oposición tan maniquea como estereotipante: barras ‘malos’ versus hinchas ‘buenos’”. 

A Emanuel Balbo no lo mató la barra. Fue hace algo más de cinco años, el 15 de abril de 2017. Balbo era hincha de Belgrano y estaba en la tribuna Daniel Willington del Mario Alberto Kempes en un clásico con Talleres. Alcanzó con que Oscar “Sapito” Gómez -un tipo con el que Balbo tenía una vieja historia vinculada a la muerte de su hermano- gritara que ahí había un hincha de Talleres para que se activara un linchamiento. Era un infiltrado. A Balbo lo golpearon entre varios y lo tiraron desde la tribuna al vacío. Murió dos días después en el hospital. Gómez recibió una condena de quince años por instigar el homicidio. Hugo Acevedo fue condenado por robarle las zapatillas mientras agonizaba. Balbo no era un infiltrado, pero la acusación sirvió para que lo mataran. Su asesinato fue obra de lo que se conocería como “hinchas comunes”. Lo permitió la idea de que ahí había un enemigo en el territorio. 

La prohibición del público visitante en los estadios argentinos -desde 2008 en el Ascenso y desde 2013 en Primera- generó una nueva instancia para la violencia, la cacería del rival escondido. Algo similar sufrieron los hinchas de Talleres atacados por la barra de Vélez en la platea Sur del estadio José Amalfitani. Si bien pudieron existir motivaciones de internas, y eran personas con entradas de protocolo (no estaban infiltrados como sí lo estaban otros hinchas cordobeses en otros sectores), el contexto de desprotección era el mismo. 

Imágenes de la barbarie en Liniers (Foto: REUTERS/Agustin Marcarian).

Tampoco había visitantes en Luján-Alem, el clásico del oeste bonaerense en la Primera C. Pero fue un grupo de barras de Alem el que llegó hasta la cancha del local, abrió fuego y mató a Joaquín Busto Coronel, un hincha de Luján de 18 años. Esos barras no formaban parte del presupuesto policial, que hubiera tenido que encapsularlos si se permitiera el público visitante.   

Hay hinchas que descansan en la idea de que no haya visitantes: al final, sienten que es más seguro. Todos somos locales. Se descarta la hipótesis de conflicto con una hinchada rival. Pero desde hace muchos años -cada vez más- las hipótesis de conflicto son las internas entre las barras, o con la propia policía, o de micros en algún cruce mal calculado como el que ocurrió cuando se agarraron en un peaje hinchas de Racing y River. Entre ellos no había barras, al menos de primeras líneas. El incendio a los autos de los jugadores de Aldosivi es otra muestra. Ellos jugaban de visitantes, pero el fuego lo prendieron los que se habían quedado en Mar del Plata. 

Que no haya visitantes es la aceptación de que en el mismo lugar no puede haber un otro. “El Estado ha renunciado a la búsqueda de que dos personas que piensan distinto en algo tan básico como su club de fútbol puedan convivir en un estadio”, lo simplifica el sociólogo Pablo Alabarces, autor de Crónicas del Aguante, entre otros libros. Ahí está el fracaso de las políticas públicas de seguridad en los estadios. Que no sólo no solucionan el asunto sino que parecen acentuar con el paso del tiempo esa imposibilidad. Un eventual regreso de hinchadas visitantes sería el regreso de quienes hoy son vistos como infiltrados, una anomalía que en algún tiempo fue parte del paisaje natural. 

La del infiltrado, escribe Cabrera, es “una categoría más condenatoria que descriptiva. Una etiqueta imputable a cualquier hincha que está ‘invadiendo’ un territorio que la ley prohíbe”. El infiltrado es “un indeseado, clandestino, encubierto, que como tal representa una amenaza en sí misma. Como todo invasor, es merecedor de un castigo”. Así como para los operativos policiales todos los hinchas somos sospechosos, desde hace un tiempo para algunas hinchas existe la sospecha de tener al rival adentro. No es para cualquiera meterse ahí. Hay que tener contactos como los que tiene Momo. Incluso con la barra que es local. Porque a veces se permite. Ahí se construye -como con los allegados en tiempos de pandemia- un privilegio. El que puede seguir a todas partes al equipo. Eso que era jactancia y ahora es una excepcionalidad. 

Foto principal: La Voz del Interior

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