Fútbol
Talleres, una novela de suspenso
Mariano Saravia
Periodista y especialista en Relaciones Internacionales.
El fútbol es literatura pura. A veces de la buena, otras veces no tanto. Casi siempre es un ensayo lleno de datos, pero de vez en cuando también es un buen cuento, o incluso, poesía. Y, muy frecuentemente, es una novela de suspenso con final abierto.
Pier Paolo Pasolini, el gran cineasta italiano, decía que el fútbol constituye un sistema de signos, un lenguaje, un código. En un idioma la unidad mínima es el fonema, con ellos se forman las palabras y con las palabras el texto. De la misma manera, con un sistema de doble articulación, en el fútbol tenemos el podema, la acción básica de patear la pelota, esas unidades mínimas articuladas crean pases o jugadas, que serían los equivalentes a palabras, y con los cuales se arma la sintaxis de un partido, el discurso dramático.
De hecho, podemos llegar a una cancha o prender la tele y, sin que nadie nos diga nada, sabremos quién va ganando y quién va perdiendo por cómo están jugando los equipos, su disposición en la cancha, quién ataca y quién defiende. Hasta que alguien se sale del libreto, algo sorprende, como en los buenos libros, alguien mete poesía, cuyo máximo exponente siempre será el gol. Dentro de la sorpresa, puede pasar que, como en las historias épicas, el más débil venza al más fuerte, la vieja historia de David y Goliat. No significa que el débil pasó a ser fuerte, sino que, desde la conciencia de su debilidad, sacó la inteligencia y el coraje necesarios para vencer al fuerte. Quizá el fútbol sea el único deporte que permite esto, o en el que ocurre más seguido. Y si no, no se explica que este campeonato lo decidan Vélez, Talleres y Huracán, incomparablemente menos poderosos que Boca y River.
Hasta puede suceder que gane el que no merece ganar, porque “el fútbol no es justo”, como declaró el presidente de Talleres luego de la final de la Copa Argentina perdida en 2022 contra Patronato en Mendoza. Es que está claro que el fútbol no es justo, como la vida no es justa, como la literatura no es justa. Al contrario, la buena literatura siempre tiene recovecos, intríngulis, y desenlaces dramáticos. Si Romeo y Julieta se hubieran casado y hubieran tenido hijitos, Shakespeare hubiera sido un fracaso.
Dos años después de aquel drama, Talleres llega de nuevo a una definición de campeonato, escribiendo un capítulo más de su rica historia, un capítulo que es solo el antecedente de todos los que vendrán en esta novela apasionante. Y como buena novela, tiene romance, desamor, desgaste traición, angustia, felicidad, y tantas sensaciones más. Como dice la canción de la cancha: “Por todas las emociones, y todas las sensaciones, que nos hiciste pasar”. O como dijo el gran Daniel Salzano: “Ser de Talleres significa que nunca más vas a estar solo, que tenés adonde ir, que tenés con quien estar, que tenés con quien hablar, a quien admirar y a quien vitorear”. Y vaya si el fútbol significa identidad, pertenencia.
Otro gran escritor, el mejicano Juan Villoro, tiene un libro llamado Los once de la tribu, en el cual dice que el fútbol representa volver a nuestros orígenes, cuando usábamos los pies tanto como las manos y empezábamos a reunirnos en tribus para sentirnos parte de algo superior. Porque somos parte de una especie principalmente colectivista, no como nos quieren hacer creer hoy, de que somos básicamente individualistas.
Un riocuartense en el génesis
Y esta novela de Talleres empezó, como no podía ser de otra manera, en una biblioteca. Pero no en cualquier biblioteca, sino en una biblioteca popular. Y, por mueca del destino, esa biblioteca popular se llama Vélez Sársfield. Todavía está en el corazón de Barrio General Paz, sobre la calle Lima y enfrente a la plaza Alberdi. Allí se juntaron un 4 de octubre de 1913 varios obreros del ferrocarril, entre ellos José Manuel Sánchez y los hermanos Ángel y Horacio Salvatelli, con un pibe de 19 años que trabajaba de bibliotecario: Juan Filloy. Ellos fundaron lo que en ese momento llamaron Club Atlético Talleres Central Córdoba, porque eran mecánicos y obreros de los talleres del ferrocarril.
Cultura y trabajadores, algo que hoy parece tan distante, pero que está en los orígenes de este club proletario, y literario. El apellido Filloy a lo mejor pase desapercibido hoy, porque le pasa como a Talleres, es del interior en un país macrocefálico. Encima, Filloy se fue a Río Cuarto, donde vivió toda la vida y escribió toda su obra, con lo cual fue siempre del interior del interior. Pero Filloy, sin exagerar, está a la altura de Jorge Luis Borges, en un podio en el que algún otro podría disputar el tercer lugar. Novelas como Op Oloop o Caterva son de dimensiones universales, y ni hablar de sus poesías.
Él trabajaba ad honorem en la biblioteca popular que había sido fundada en 1909 y que se mantenía gracias al esfuerzo de voluntarios, como los y las que en la actualidad siguen poniendo el cuerpo, ante la indiferencia de los distintos niveles del Estado: municipal, provincial y nacional. Y hoy, en esa biblioteca que lleva por nombre Vélez Sarsfield, la principal actividad son… talleres. Sí, talleres de idiomas, de danza, de ajedrez, de teatro, de cine, de literatura. Talleres, siempre Talleres en ese lugar de barrio General Paz, como hace 111 años. Como cuando Filloy se sentó con los obreros del ferrocarril a fundar un club, del que luego llegó a ser secretario.
Ese club, en sus primeros años fue conocido como Central Córdoba, y así ganó los títulos locales de 1915 y 1916. Pero en 1917 un incidente en un clásico contra Belgrano terminó con su capitán y uno de sus fundadores, Horacio Salvatelli, no solo expulsado, sino preso. El escándalo que siguió fue tan grande que desafiliaron a Central Córdoba de la Liga. Pero ya era tarde para borrarlo, para ese entonces, este club tenía tantos seguidores que desde la misma Liga buscaron un acuerdo. En 1918 se modificó el acta de fundación, del 4 pasó al 12 de octubre y desapareció el Central Córdoba para quedar definitivamente como Club Atlético Talleres. Claro, no podía faltar en esta novela una intriga de filiación, un halo de misterio en cuanto a la fecha de nacimiento y un cambio de nombre en el medio.
A partir de ahí, marcaré sólo algunos hitos que jalonan esta historia de novela. La Boutique de Barrio Jardín se inaugura un 12 de octubre de 1931, en plena Década Infame, con un gobierno antinacional y antipopular que decía todo el tiempo: “No hay plata”. Como siempre, no había plata para el pueblo, pero sí para las clases dominantes. En esa Década Infame construyen sus estadios tanto Boca como River, ambos estafando al pueblo argentino, con créditos del Estado que nunca pagarían. En ese contexto, Talleres construye con su propio esfuerzo la Boutique. Un capítulo de rebeldía en medio de la novela.
Y la rebeldía se vuelve revolución cuando en 1969 uno de los hinchas albiazules más emblemáticos de la historia, el colectivero y sindicalista Atilio López, encabeza el Cordobazo, al mismo tiempo que el cuadro de sus amores participa por primera vez de un campeonato Nacional.
En 1973 Talleres está a punto de irse al descenso y llega a la presidencia Amadeo Nucetelli, junto con Daniel Willington, de quien Pelé acaba de decir que era el mejor del mundo. El Daniel sin apellido había surgido en la T, pero había triunfado en los años 60 en Vélez, donde llegó a ser uno de sus principales ídolos. Y aquí un toque de morbo: antes de volver a Talleres, en 1972, tuvo un paso fugaz por… Huracán. Un trío amoroso, pensará el lector, un trío que predijo este final de obra del 2024.
Contra el odio y la violencia, poesía
Apoyándose en el Daniel, con la contratación de Ángel Labruna como entrenador, se empezó a armar un equipo de ensueño, con Ártico, Taborda, Ludueña, Galván, Valencia, Oviedo, Ocaño, Baley, y tantos más. La final del campeonato de la Liga de 1974 fue un capítulo de épica, en el Gigante de Alberdi y con aquel gol de tiro libre del Daniel.
Esos fueron los años de la poesía. Pero una poesía comprometida con su tiempo, porque significó la resistencia contra el terrorismo de Estado, que en Córdoba empezó a principios del 74 con el Navarrazo, y se exacerbó luego del golpe del 76. Fue oponer belleza a tanto horror. Y, ayer como hoy, cuando se nos impone un modelo político basado en el odio y la violencia, sabemos que la belleza y la poesía adquieren una dimensión de resistencia. Eso fue principalmente Talleres en los años ’70, más allá de connivencias, que también las hubo, claro, como en todos los clubes, en mayor o menor medida. Pero la belleza contra el horror la aportó Talleres, y en menor medida también Huracán e Independiente.
Los años ’80 marcaron el fin del romanticismo en el fútbol argentino, el inicio de la decadencia de Talleres que predecía la debacle de los años ’90. En medio de la década neoliberal, Talleres deambuló por el Nacional B, con dos hazañas y dos frustraciones. Las hazañas fueron dos finales por el ascenso ganadas contra sus clásicos rivales: a Instituto en 1994 y a Belgrano en 1998. Y en el medio, dos finales perdidas: contra Huracán de Corrientes en 1996 y contra Gimnasia y Tiro de Salta en 1997. Una montaña rusa.
Pero lo de ese último penal del riocuartense “Lute” Oste en el Kempes contra Bernardo Ragg fue memorable, tanto que se sigue recreando cada 5 de julio. Vino una época dorada, aunque corta. Campeón de la Conmebol en 1999, única copa internacional ganada por un club de Córdoba, y primera participación en la Libertadores del 2002. Y, como en cualquier novela romántica, la felicidad nunca dura mucho tiempo. En el 2004, a pesar de salir tercero en el campeonato, Talleres tuvo que ir a una promoción con Argentinos Juniors, y descendió, iniciando un calvario que duraría 12 años. Fue como bajar al noveno círculo del infierno de la Divina Comedia. Llegar al Argentino A, deambular por canchas remotas, jugar con rivales insólitos, la quiebra, los gerenciadores. El club privatizado, en manos de los Granero, los Ahumada, los etc. Algo que los hinchas no deberían olvidar: el peor momento de Talleres fue cuando estuvo en manos privadas.
Pero suele suceder, el momento más oscuro de la noche es el que preanuncia el alba. La final perdida en 2014 contra Gimnasia de Mendoza fue el preludio de dos ascensos seguidos. Uno, del Argentino A al Nacional B en 2015, una siesta de martes en Formosa. Y otro, al año siguiente contra All Boys con un zapatazo colosal del Cholo Guiñazú a los 49 minutos del segundo tiempo. Desenlace soñado, que ni el mejor guionista podría haber imaginado.
Desde ese momento, la consolidación en primera de la mano de Kudelka, protagonista también hoy de esta película. Y estar a las puertas del paraíso dos veces: en el 2020 con la definición por penales de la Copa Argentina contra Boca, y en 2022 con aquella desgracia de carambola que consagró a Patronato.
En este 2024, vuelve la reedición del argumento más repetido de la historia de la humanidad: la competencia entre hermanos, el amor-odio de los dos muchachos que comparten orígenes y amores. Es la historia de Caín y Abel, de Rómulo y Remo, y de tantos. Ahora, es la historia de la T y la V (pero ésta es v corta). De un Vélez Sarsfield que toma el nombre de un jurista cordobés, creador del Código Civil. De un Talleres que nace en una biblioteca llamada justamente Vélez Sarsfield. Y de dos clubes que comparten ídolo: un tal Daniel. Ah, y un tercero en discordia, que nunca puede faltar, y que es el equipo de un tal Agustín Tosco.
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