Media Distancia
Cortázar, en dos ruedas
Ariel Scher
Periodista.
Que pongan atención amantes y amadores del ciclismo, que oigan bien pedaleadores de veredas y de rutas, que se acerquen quienes acaban de retornar a las dos ruedas porque la economía amenaza con dejarles la vida en llanta. Gran noticia. Más que eso. Fiesta entera al comando del manubrio. Sí definitivo: Julio Cortázar, uno de los más luminosos narradores de cualquier tiempo, argentino y universal, era amigo de la bicicleta.
Amigo aunque no tanto como del boxeo, amigo para ir de aquí hacia allá descubriendo la vida, amigo que hizo con la bicicleta lo que con todo aquello que rozó su existencia: literatura, bella literatura a la que vale regresar cuando sea y también este tiempo en el que el mundo se satura de artículos que aluden a los 40 años de su muerte, en París, su ciudad de adopción, el 12 de febrero de 1984.
En «Las armas secretas», el relato que le da denominación en 1959 al tercer libro de cuentos de Cortázar, se cuelan dos menciones a la Vuelta de Francia. Eso es hablar de ciclismo porque nada es tan ciclístico como esa competición. Cortázar nunca la corrió, obviamente, pero se habrá sentido un campeón cuando el ejercicio de pedalear conducía hacia el ejercicio del amor, a la manera de lo que revela en «Rayuela», su novela más emblemática, trastocadora del arte de escribir: «Nos íbamos en bicicleta a Montparnasse, a cualquier hotel, a cualquier almohada». Una maravilla inalcanzable para Traveler, otro eje de Rayuela, al que le tocaba conformarse con «matrimonio y ciclismo en la avenida General Paz los sábados, en bicicleta alquilada». Y una maravilla posible para él mismo, mirador del mundo, ojos grandes posados sobre una chica en bicicleta, en un relato suyo que titulo «Ciclismo en Grignan».
Las cartas de Cortázar a su compañero escolar Eduardo Jonquières y las respuestas a varias entrevistas transparentan a un Cortázar que se movía en bicicleta como, por ejemplo, lo dibujó Virginia Herrera en su colección de ilustraciones sobre escritores que también lo hacían y que va desde el bostoniano Edgar Allan Poe hasta el chileno Roberto Bolaño. Nadie, en definitiva, debería dudar de que el tipo que en «Axolotl» -incluido en el libro «Final del Juego», de 1956- brotado por su visita a un acuario, dice «dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes» es el propio Cortázar.
Sin embargo, está publicada una evidencia aún más alta que ni los ciclistas más fanáticos se animaron a hacer. En «Vietato introdurre biciclette» (de «Historias de cronopios y de famas», aparecido en 1962), Cortázar asume como abogado de las bicicletas frente a la colección transnacionalizada de edificios y de negocios que, como indica en italiano el título de su texto, impiden el acceso en bicicleta. Con todas las letras: «Para una bicicleta, entre dócil y de conducta modesta, constituye una humillación y una befa la presencia de carteles que la detienen altaneros delante de las bellas puertas de cristal de la ciudad. Se sabe que las bicicletas han tratado por todos los medios de remediar su triste condición social. Pero en absolutamente todos los países de esta tierra está prohibido entrar con bicicletas. Algunos agregan: (y perros), lo cual duplica en las bicicletas y en los canes su complejo de inferioridad».
Socia sin fronteras, la bicicleta consigue de Cortázar una proclama que es pariente de la que el estadounidense Ernest Hemingway ofrenda a través del periodismo y de la literatura o de la que el español Miguel Delibes despliega entre emociones en, justamente, «Mi querida bicicleta». Y si Hemingway, un escritor que procuraba tornar en ciclistas a sus amigos escritores, le puso Rinaldi a uno de los personajes de «Adiós a las armas» en homenaje a un ciclista, Cortázar se comparó socarronamente con el gran Fausto Coppi, italiano y campeón de todo, cuando ganó un concurso para traductores, volviéndose una especie de campeón en lo suyo.
Quienes lo trataron bastante aseguran que Cortázar no era persona de rendiciones. Algo de eso germina en su defensa final de las bicicletas: «No ocurra que las bicicletas amanezcan un día cubiertas de espinas, que las astas de sus manubrios crezcan y embistan, que acorazadas de furor arremetan en legión contra los cristales de las compañías de seguros y que el día luctuoso se cierre con baja general de acciones, con luto en veinticuatro horas, con duelos despedidos por tarjeta».
Y si esa reverencia ciclística no constituye una manifestación suficiente, hay que curiosear en la teoría literaria. En 1983, el periodista español José Julio Perlado le preguntó a Cortázar qué es un cuento. La contestación llegó rápido: «Un cuento es como andar en bicicleta».
No se podía esperar otra respuesta de un ciclista empecinado, de un escritor de encantos, del eterno Julio Cortázar.
Ilustración principal: Virginia Herrera.
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