Columnistas
Ante su majestad el virus, solos nos ponemos de rodillas
Por Leonardo Gasseuy
Pericles fue un magistrado y orador ateniense. Nació en la Grecia antigua en el año 495 AC. Por su imponencia física e intelectual lo apodaban el Olímpico, fue bisnieto de Clistenes y dicen que una semana antes de su nacimiento, su madre Agarista soñó que daba a luz a un león. Dirigió Atenas durante varios años y sus discursos fueron tomados por Cicerón. Quiso imprimir en la sociedad ateniense – en parte lo logró – la mesura, la armonía y la belleza. Pericles murió en 429 AC, víctima de la primera peste que tuvo la humanidad.
El contagio, posteriormente conocido como la Peste de Atenas, partió del puerto de Pireo. Tuvo su origen en Etiopía y desde Egipto se propago a través del Mediterráneo. Arrasó Grecia de una manera brutal, dejando más de 170 mil víctimas. La muerte de Pericles, que comenzó con la decadencia de Atenas, empezó a demostrar que el flagelo no distinguía entre débiles y fuertes, ricos o pobres. Ante la pérdida de miles de hombres de Estado, los griegos, tan proclives a bautizar sucesos, crearon la palabra pandemia que en su idioma significa todo el pueblo.
Las piras funerarias para deshacerse de los cadáveres se colocaron al este de Ática sobre la costa del Mar Egeo. El espectáculo dantesco de la quemazón – Atenas perdió un tercio de su población- hizo que la infantería del ejército espartano -sus adversarios-, entrara en pánico y desistiera de desembarcar y atacar- La pandemia redujo a cero la actividad bélica y dio por terminada la guerra del Peloponeso.
Un año después del fin de la peste-guerra, Atenas había recuperado la democracia plena. Al poco tiempo su flota, murallas e independencia. Y un cuarto de siglo después la mayoría de sus antiguos aliados y restablecido su poder, al punto que se puede hablar de un segundo imperio ateniense. Los efectos colaterales positivos de la peste son el orden conceptual de prioridades. Los griegos cambiaron a partir de ahí su visión sobre la muerte, anteriormente la consideraban una etapa mística, sin dramas, un espacio de tiempo, de copropiedad de cuerpo y alma. La pandemia mato a muchos niños e hizo terrenalizar la visión de la existencia, las políticas públicas priorizaron los aspectos preventivos. Tanto horror hizo que los griegos nomenclaran a la guerra como una peste más. Aprendieron. Ganó la vida.
Los griegos fueron prácticos en su reorganización. El virus –según Tucidides, el primer historiador ateniense, dice que se trató de la fiebre tifoidea – los ayudó a definir políticas prácticas. Nació un consejo de salud donde el Estado reclutó los primeros médicos y la relación con los espartanos entró en una etapa de coincidencias. Los presupuestos militares se redujeron y con el fin de la Guerra del Peloponeso se minimizaron los ejércitos. Después de tanto sufrimiento hubo una mejor vida en la Grecia Antigua.
En 1348 la peste negra llegó a Europa en un barco de marineros enfermos procedentes del mar Negro. Fue la peor pandemia de la historia de la humanidad. Pasaron cinco siglos hasta que se identificó el causante de la enfermedad: la bacteria Yersinia Pestis transmitida por la picadura de pulgas. Estos insectos viajaron por el mundo a bordo de ratas que a su vez eran transportadas accidentalmente por los humanos en carros y barcos por las principales rutas comerciales. Primero la de la seda desde el foco original en Asia y luego por todo el Mediterráneo. Entonces como ahora la actividad humana hizo explotar la pandemia. En tres años se contaron más de 115 millones de muertos y la población del mundo necesitó 75 años para regularizar la dinámica de su ciclo demográfico.
Tras la peste negra el mundo cambió. Se mitigaron habituales atisbos de esclavitud. La falta de mano de obra masculina revalorizó el trabajo agrario y que los enormes latifundios de los Ducados fueran en parte compartidos. La pandemia permitió que a partir de 1350 Europa se liberara de sus obligaciones feudales. La Nobleza dejó de ser el centro de la vida social y económica y el virus demostró que no existieron sectores invulnerables, la muerte equiparó la igualdad, demostró paridad en el sufrimiento y reciprocidad en la reconstrucción, se ampliaron los cementerios y en parte se achicaron las diferencias.
El Coronavirus por estos días reporta 4 millones de muertos y en medio de la reestructuración económica y social que desde el minuto cero disparó los debates, hoy en forma concreta solo se presentan los rebrotes y las nuevas oscuridades. El escenario del mundo es otro. La telemedicina, el trabajo remoto, el distanciamiento social, la carencia de contacto físico, las compras en línea, la bancarización digital son apenas algunos de los ítems que han modificado el estilo de vida. Los patrones humanos cambiaron para siempre, la humanidad se puso de rodillas y se rindió ante un virus que no tenía previsto, no lo avizoró y aún no sabe cómo doblegarlo.
¿A qué mundo nos dirigimos? La respuesta unánime en medio del dolor y el pánico es a una sociedad mejor, respuesta que se sustenta en la desesperación y un desconcierto más cercano al optimismo del deseo, que a un análisis certero y racional.
Es poco probable que el mundo cambie. No se reconfigurará el sistema global internacional, el statu quo original seguirá su ritmo de unilateralidad egoísta. No veremos nacer políticas de estado destinadas a crear ecosistemas colaborativos para gestionar el cambio. El Covid nos tiene sitiados desde hace un año y medio, y si bien la ciencia se focalizó, aun no encontró las respuestas totales acerca del origen y nadie asegura que lo dejemos atrás en forma definitiva. Esperábamos un bloque mundial más sólido en busca de soluciones, lejos de ello, en el momento de mayor penumbra, se agigantó la grieta geopolítica entre las potencias.
Volveremos una y mil veces a rediscutir el marco de acción, donde la humanidad deberá catalizar las necesidades y las prioridades. Los 50 países más ricos del mundo monopolizaron las millones de dosis inmunizantes mientras que los países pobres deberán esperar regulaciones supranacionales, que en forma de dadivas intenten equilibrar la inoculación. La pandemia, que muta en otras variables genéticas, no cambia un mundo egoísta, donde la discusión del dilema ético, se ve arrollada por la magnitud de los hechos.
Boris Jonshon anunció una inversión de 80.000 millones de euros para reforzar la armada inglesa, Taiwán le compró a EE. UU. lo último en materia de aviación de guerra, léase que se acaba de instalar una nueva base militar norteamericana, casi dentro de China. Rusia duplicó su presupuesto militar, India está alerta por problemas no resueltos con Pakistan, los chinos crecen en logística y se movilizan como siempre, los ayatolas iraníes siguen enriqueciendo uranio, mientras la OTAN no mira ni regula. Ante un virus, que después de replegarse muestra sus dientes con el rebrote, el ser humano global aun derrotado no modifica su egoísta costumbre de armarse para seguir matando.
Tres días antes de su muerte, Pericles despidió a su amigo Fidias, el arquitecto del Partenón, también víctima del virus. Unos meses antes, en la cima de la reconstruida Acrópolis, en una encendida oratoria, Pericles dirigiéndose al Consejo de la Republica dijo que la obra griega debía trascender conforme al plan que en esa época elaboró su amigo Heródoto, desafiando la finitud de la especie y alegando que los hombres ilustres tienen toda la tierra por tumba.
La sociedad que convive con el Coronavirus no instaura modelos, solo abre y cierra paréntesis con lúgubre puntualidad, y tal como las pestes que asolaron el mundo a través de la historia, fue prolijo en presentarnos a la muerte en primera persona y, diariamente ante la vista de todos, convertir al mundo en una tumba global.
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