Media Distancia

De local o visitante 

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Delfina Corti

Periodista, escritora y jugadora de futsal.

Pasé de vivir los partidos de la selección argentina en Qatar, en las tribunas de Doha, a ver los octavos de final en España con 3 personas a las que no les interesa el fútbol. Mi hermana vive en Madrid hace un año y, antes de regresar definitivamente a Buenos Aires, me quedé un día con ella para darle un abrazo. Es una de mis personas preferidas y, paradójicamente, jamás grité un gol con ella. Son de esas personas que no son hinchas de ningún club, un rasgo que siempre me género desconfianza en un otro. El novio -mi cuñado- es igual. Se dice hincha de independiente, pero no reconoce por la calle a Bochini. Y mi mamá, que está hace un mes de visita en España, tiene la teoría de que es mufa cuando ve los partidos, algo que heredó de mi abuela por más que se niegue en admitirlo. Lo cierto es que a su favor vio el partido frente a Arabia Saudita, no vio el de México y, desde ahí, no quiso ver ningún otro.

Al aterrizar en Madrid, mi hermana me fue a buscar a Barajas y me recibió con una pregunta: “Qué significa que Di María está tocado”. En su grupo de amigos estaban hablando sobre la lesión del Fideo y, aunque parezca broma, no entendía la metáfora porque -en su defensa- nunca la había escuchado tampoco. Le respondí que se había lesionado y que era una baja importante. Le agregué un poco de información para que se pusiera en tema, para ver si recibía una reacción por parte de ella. Se limitó a exclamar un “Uh” al aire y cambió rápidamente de tema. 

Los octavos de final los vi sola en el sillón de la casa de mi hermana. Apenas arrancó el partido, no soporté escuchar los relatos españoles así que lo busqué a Victor Hugo en la radio para tenerlo de fondo. Algo que me hiciera sentir más cerca. No sé si alguna vez les pasó de vivir un Mundial in situ y luego verlo por televisión. Se siente extraño, angustiante, similar a cuando notás la ausencia de algo que no sabías que tenías hasta que te lo quitan. Y ahí estaba yo: en un invierno europeo, sin abrazarme con desconocidos, sin contarle orgullosa al mundo que soy de la tierra de Diego y Lionel, sin ovacionar a Messi mientras festeja con la hinchada argentina el primer gol del partido. 

Tres días antes, en el estadio 974, disfruté -al igual que nuestro capitán- un partido mundialista. Esta es mi segunda experiencia en un Mundial, tras la frustración y el golpe de Rusia. El partido frente a Nigeria se sufrió hasta el último minuto, los otros tres de aquel torneo se lamentaron. Ante Arabia Saudita, en las tribunas no se vivió la fiesta de los últimos partidos y los jugadores, apáticos, tampoco contagiaron. 

La cosa cambió y cambió también en quienes estuvimos esos días en Doha. Recuerdo al día siguiente del partido frente a los saudíes, una charla con un amigo que está en Qatar: “¿Qué hacemos acá?”. La ciudad árabe no es un lugar que te acobije cuando una tiene el corazón roto. El clima mundialista no era el suficiente como para abrazarte y los mexicanos se regodeaban ante el sufrimiento argentino.

Doha es más linda de noche que de día. Ante la luz del sol, pierde en mi opinión, el encanto más característico que tiene: la iluminación nocturna. Cualquier rincón es más lindo de noche, pero tras la derrota del primer partido hasta las luces parecían ni siquiera brillar y encantar. 

Y le ganamos a México -con el sufrimiento que nos caracteriza, el del tango argentino- y disfrutamos frente a Polonia. Al menos hasta ahí, disfruté yo Qatar. Me fui alarmando que mi misión de obtener el pase a octavos estaba saldada. Me fui con el sentimiento de dejar a los jugadores argentinos en las manos -y las gargantas- de otros hinchas. 

“Y ahora que ganamos, ¿a quién enfrentamos?”, me preguntó mi hermana apenas volvió a su casa tras el triunfo frente a Australia. Le conté que habíamos pasado a cuartos, que íbamos a jugar frente a Países Bajos y que Messi me había enamorado, una vez más. Porque en las relaciones, el amor también se construye día a día. 

“¿Es díficil Países Bajos?”, atinó a preguntar. Y antes de que yo pudiera responderle, mi mamá sacó chapa de que alguna vez siguió más de cerca un Mundial y le dijo que en el `78 le habíamos ganado a la famosa Naranja Mecánica en la final. Me reí y no agregué más nada. 

No sé si es difícil Países Bajos, pero a esta altura considero que la Argentina puede perder en cuartos como así también ganarles a Francia y Brasil que son las mejores selecciones del torneo hasta ahora. Así de parejo lo veo yo. Lo cierto es que, por primera vez en este Mundial, voy a ver a La Scaloneta en la Argentina. Alejada -una vez más- de esa caminata infinita desde el metro hasta los alrededores del estadio Lusail, sin cantar junto a iraníes, hindúes, qataríes y argentinos que “esta banda quilombera, no te deja de alentar”, sin emocionarme en el himno argentino, sin abrazarme con desconocidos. 

O parada en una butaca, ignorando a los voluntarios que pedían que nos sentáramos y que preguntaban si aquella ubicación era la que aparecía en tu entrada. Lo cierto es que miles de extranjeros tuvieron que reacomodarse -y lo deberán hacer el viernes próximo- porque los argentinos ya encontramos una manera de sentirnos como en casa, pero en Doha: ocupando el detrás del arco sin importar lo que marca nuestro ticket. Desde ahí se nos escucha, desde ahí nos sentimos hinchas. 

Ahora, me toca alentar con mis amigos, a la distancia. Para mí arranca un nuevo Mundial y también para la selección argentina que busca volver a romper la barrera de los cuartos de final -una vez más- como lo hizo en el 2014. 

Mi hermana me mandó un mensaje hace algunas horas: “De Paul está tocado. O sea, lesionado. Jaja”. Le respondí que me había dado la primicia, que ya casi puede ser periodista deportiva. Y le agregué que no era una buena noticia, pero como le había explicado mamá quien te dice que no dejemos una vez más a la Naranja Mecánica con las ganas. 

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