Columnistas
Somos nuestros clubes
* Por Facundo Sánchez
Gran parte de la identidad de una ciudad aparece embalsamada en sus instituciones. Y no porque todo lo que gire por fuera de las mismas no forme parte de lo que identifica y construye a una ciudad como tal, sino porque es en las instituciones donde se desarrollan las relaciones que la forman, la mantienen y en muchos casos, la modifican a lo largo de la historia. Todos los tipos de vínculos avalados por la norma están dentro de las instituciones, e incluso entre ellas.
En esa discusión entran las instituciones de gobierno, las escuelas, las universidades públicas y privadas, los bancos, las organizaciones sociales, las cooperativas, los clubes, entre varias más. Las instituciones permiten el encuentro de las personas que conviven en una ciudad y las cruza de intereses, conocimientos, pasiones y dilemas.
Es en ese cúmulo de lugares y no lugares que forman parte de la vida de una ciudad, que entran los clubes. Todos los clubes. No sólo los que tienen canchas grandes y muchos hinchas, sino también aquellos que, ubicados en alguna callecita perdida del oeste, ofrecen una mesa larga con sillas y una panera con bollitos de pan y grisines, un mazo de cartas y un partido de fútbol en la televisión. Un vermút. Un descanso del mundo.
Los clubes le van dando a la ciudad un poco de aire ante la vertiginosidad de un mundo que, harto de burocracias y reglamentaciones, dio lugar a instituciones que le permitieran a la gente reunirse con un fin en común y bajo una misma bandera. El tema fue (y es) que también los clubes entraron derechito al juego de las burocracias y pasaron a moverse bajo las mismas lógicas. Sin embargo, los clubes siguen funcionando como un paréntesis del mundo.
“Me voy al club”, le dijo un pibe a su madre en una cuadra del alberdi, o del oeste, o del bimaco, o del centro. Y cualquiera de esas madres de cualquiera de esos barrios se quedaba tranquila: Está en el club. Nada malo puede pasar. El club sirvió (y sirve) de contención, de abrazo y de refugio. El club le dio norte a los pibes que buscaban uno. Presentó amigos, amores y por qué no, algunos rencores que se fueron guardando abajo de la alfombra y se disiparon con el tiempo.
En los clubes hay un tiempo lineal que se rompe para que se abra otro. De juego, de recreación, de ideas nuevas, de competencia y de maneras de la libertad. En los clubes muchos encontraron un sentido al vivir que no estaba ni en los libros del colegio, ni en la música, ni en el arte, ni en los motores de los autos. En el club tenemos algo que hacer y un color que defender cada día de nuestra vida. En el club existe un rincón del mundo en el que estar cuando todo parece caer. En el club somos nosotros y nuestros amigos. El club emana olor a familia.
La ciudad de Río Cuarto tiene en sus clubes un poco de su vida. Un poco bastante, diría.
Hay algo de la ciudad en el lobo del parque, algo en la M de Municipal y otro poco en el viejo y glorioso San Cayetano de Barrio Bimaco. Río Cuarto descansa en Atenas y en Estudiantes y se despierta con furia en el Centro Cultural Alberdi y en sus defensores.
Río Cuarto está en los colores, en los partidos de la liga los domingos en los que somos poquitos, pero no nos importa. En las polladas para juntar unos pesos para comprarle las camisetas a los pibes. En las canciones. Río Cuarto vive en el esfuerzo de las madres que hacen choripanes todos los partidos para que el pibe pueda jugar tranquilo cada sábado o domingo. Ya sea que le toque de titular, o que vaya al banco.
Pero también hay mucho, muchísimo de Río Cuarto en los clubes que van más allá del fútbol y que se ofrecen como un lugar para ir a discutir, tomarse algunos vasos de vino y volver enojado a casa porque discutiste con un “boludo” que no sabía que el Tin Cabrera había jugado de 8 en Argentinos Juniors. O ese viejo que sólo dice cosas para hacerte enojar, porque sabe que caes fácil. Ahí vive Río Cuarto también.
Aparece entonces el Chacabuco con sus mesas de Ping Pong y la cancha de bochas al fondo, al lado del salón. El club Pronóstico. El Club Maipú, sobre Calle Rioja. El San Martín, sobre Goudard o el San Lorenzo en la 9 de Julio. No. Nos olvidamos de Las Lilas en Banda Norte, o el Bochín Club, o el Chanta Cuatro, o El Diario o el viejo Club el Sol. Ni siquiera nos olvidamos de aquellos que nos olvidamos. Todos son esa parte de Río Cuarto que no tiene que ver ni con periodistas conocidos, o estatuas de jugadores de fútbol que no llevan su nombre o asesinatos sin culpables. Un Río Cuarto más tranquilo, más cercano, más Río Cuarto.
En las mesas de los clubes el tiempo pasa más despacio y la muerte sale corriendo cuando ve que el tipo que maneja el Buffette va a buscar otro sifón de soda al mostrador y además cae con una hielera y otra bandejita de lengua a la vinagreta, mientras los tipos siguen tratando de recordar cómo se llamaba ese cuatro rubio que jugaba en Estudiantes, que pintaba para crack.
Río Cuarto vive en sus clubes, por eso, desde que las puertas están cerradas y la actividad disminuyó por la pandemia que cruza al mundo como un cuchillo de plástico de esos que te dan en las peñas, hay una parte de la ciudad que está como dormida. La gente ya no sonríe tanto en las esquinas y se ponen a defender ideas que no tienen demasiado sentido, simplemente porque extrañan eso que defendían todos los fines de semana.
El club da motivos para caminar, para sobrevivir y para existir. El club abraza, enseña y castiga el error para fortalecer el aprendizaje y el crecimiento. El club es grito, choripán y un gestito con la persona que te gusta. Cada fin de semana que pasa te vas sentando un poco más cerca, pero no te animás a hacer más que eso.
Río Cuarto es Renato, es Deportivo, es Rosario y es el Fusión aunque haya que tomarse como tres bondis para ir a la cancha. Río Cuarto es el aliento del domingo de la abuela viendo al nieto en la tribuna aunque él esté en el banco. Río Cuarto es una olla enorme llena con carbonada de empanadas para vender.
Río Cuarto es el Buena Vista al fondo de la calle Alonso y es el propio Club Banco Nación sobre la calle Alvear. Es, también y por supuesto, un partido de básquet en la cancha de Central Argentino o un baile de alguna banda de cuarteto de antes en el Salón de Acción Juvenil en la calle Yrigoyen.
Sobrevive, respira, agita y se disfraza de viento. Río Cuarto está en la piba que va a patinar todos los días y que espera con una ansiedad de comensal de fiesta de 15, el campeonato del próximo fin de semana. En las madres que bancan, en las abuelas que sueñan, en las hermanas que acompañan.
Río Cuarto es sus clubes y sus clubes son Río Cuarto. A ellos, a su gente, a su resistencia y a su existencia, cada uno de nosotros le debe un montón. Porque no parecía, pero ahora que la pandemia nos abrió los ojos, nos dimos cuenta: no podemos vivir sin nuestros clubes.
Por Facundo Sánchez – Comunicador Social
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