Columnistas
A 37 años de la estupidez y las sombras del mecenazgo
Por Leonardo Gasseuy
Stupidus es un término que proviene del latín. Significa quedar inmóvil o entumecido. El 29 de mayo de 1985, hace 37 años, alrededor de las 19.30, el francés Jaques Georges sintió esa sensación de pánico e inmovilidad. Era el presidente de UEFA y estaba en el interior del Estadio Heysel de Bruselas. Asistía, como todo el mundo, a una catástrofe sin igual. En minutos jugarían la Final de la Copa de Europa el Liverpool y la Juventus. Los ingleses en su afán de demostrar su poder territorial dentro del estadio se abalanzaron sobre la tribuna de los italianos y los apretujaron contra un muro. Todo fue muy rápido: murieron 39 personas y 587 reportaron graves heridas.
El mundo, que se encaminaba lentamente al deshielo político, en forma global, lo observaba en directo por televisión (La TV pública alemana, dueña de los derechos, en un momento cortó la emisión abochornada). Georges, que ese día cumplía 69 años, le ordenó al árbitro suizo Andre Daina que el partido debía jugarse (“si suspendemos incendiaran Bruselas”). Los capitanes de ambos equipos Gaetano Scirea y Phil Neal, fueron obligados a leer un comunicado donde se suplicaba por tranquilidad y que se pueda continuar con la fiesta. Cuando comenzó el juego, una hora y media después, en el estadio permanecían 23 cadáveres. Todos le rindieron culto a la muerte. Ganó la Juventus. Fue campeón de Europa en el partido más estúpido de la historia del futbol.
La sociología del deporte, dice, sin ser verdad, que esa tragedia comenzó a ser el final de los hooligans, quedaba un hecho más a poco tiempo de Bruselas. Se elevaron voces momentáneas. El diputado laborista inglés Tony Banks grito: ¡Que se prohíba a los equipos ingleses jugar fuera de Gran Bretaña!. Margaret Thatcher (con su gobierno conservador en retirada) convocó un gabinete de crisis para tomar medidas drásticas, puro maquillaje sin consistencia.
Hasta que en propia tierra británica llegó la tragedia de Hillsborough, en el estadio del Sheffield. Cuando murieron 97 personas aplastadas contra las vallas del estadio a causa de una avalancha. El suceso tuvo lugar durante el partido de fútbol entre el Liverpool y el Nottingham Forest, correspondiente a las semifinales de la Copa de Inglaterra. Llegarían los cambios. Se debía erradicar el demonio de la violencia y la muerte y se le abriría de par en par las puertas al infierno mercantil.
A fines de la década del ochenta el futbol inglés clamaba por reconvertirse. La situación y la anarquía hacia decantar los cambios. Clubes en decadencia, estadios oxidados y el gobierno plenipotenciario de los hooligans. Se terminaba la historia de la Liga Inglesa, nacía la Premier. Con ella “desaparecerían los violentos inadaptados”, llegaba el tiempo de los más grandes usureros del planeta, los evasores, los traficantes y los estados corruptos, que regularían sus leyes y montarían el circo.
La televisión, con un contrato de cinco años, convenció a los big five (Manchester United, Liverpool, Arsenal, Everton y Tottenham Hotspur) de que se debía inventar otro formato. Se modificó la estructura conservadora con la estética y el orden que solo impone el poder y el dinero, cerquita de las marquesinas y de la globalizada demanda, que, del trabajador, del hincha sano y la familia.
Los mecenas fueron apareciendo de a poco, con la tintura variopinta de como péndula la política mundial del momento. Uno de los primeros fueron los rusos que no sabían dónde colocar el obsceno sobrante del desguace de las empresas soviéticas. Luego los jeques de Emiratos Árabes que vierten varias decenas de millones cada año para catapultar al Manchester City. La familia Glazer de Rochester Nueva York es la dueña absoluta del Manchester United. El patriarca Malcolm Glazer compró el club por $ 1.090 millones de dólares. Murió sin conocer Old Trafford.
Su compatriota Stan Kroenke, empresario casado con la heredera del imperio Walmart, Ann Walton, está al frente del Arsenal. El Liverpooles propiedad de Fenway Sports Group, que también compró a la franquicia de béisbol los Medias Rojas de Boston. Hace meses para completar el combo (no podía ser de otra manera) apareció el fondo del genocida Estado Real Saudita para comprar al Newcastle, por solo nombrar a algunos de los que llegaron al futbol inglés para salvarlo cuando moría.
David Goldblatt, sociólogo y autor de muchos libros (soy un escritor del futbol se autodescribe) dice: los hinchas ingleses éramos felices cuando cantábamos y que el fútbol es el reflejo más extraordinario de la sociedad, no avala tanto mercantilismo y pulcritud. Pregona que el fútbol es un lugar raro y precioso, el barrio es un repositorio de identidades y solidaridad, un lugar de mezcla social donde prevalece el nosotros y no el yo.
Antes de la masacre de Bruselas, Paul Auster, escritor, guionista y director de cine estadounidense decía que “el fútbol es un milagro mediante el cual Europa aprendió a odiarse sin destrozarse”. Ni tanto ni tan poco, pero el rey dinero no debe imponer su macabra lógica.
El contubernio de negritud, que mete al fútbol en la penumbra, responsabiliza un poco a todos. Federico Fellini dijoque “el negocio del cine es macabro, grotesco: es una mezcla de fútbol y de burdel”. El producto Premier arrolla con sus números. Anteriormente estaba la muerte y el descontrol, pareciera imposible encontrar un equilibrio justo, entendiendo que en Inglaterra el futbol es patrimonio de la clase trabajadora, a quienes los CEOs del mecenazgo se lo arrebataron con la sutil simpleza de excluirlos del sistema.
Que haya muertos en un estadio es un contrasentido, al igual (obviamente sin nomenclar las equivalencias) que un obrero se entere de un gol por twitter. El fútbol clama por más mundanidad. Se arrepiente de tantas Bruselas que no entiende, porqué y cómo el mercado y su derrame trajeron tanto despojo. El club como ser social siempre va a ser parte de la memoria colectiva.
La pasión volverá a poner todo en su sitio. Tarde o temprano se entenderá que el fútbol como construcción social es muy importante para la gente, el colectivo que, si entiende de sensibilidades, parsimoniosamente hará su trabajo. Un día le preguntaron al filósofo francés Jacques Derrida porque en todo el mundo los pobres se aferran tanto al fútbol: “es muy simple, porque para millones de personas comunes, más allá de la línea de banda, no hay nada”.
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