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La capital mundial del fútbol

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Buenos Aires es la ciudad con más canchas profesionales del mundo por eso la mejor manera de entender a la capital argentina es irse de gira por sus estadios.

Buenos Aires es la ciudad con más canchas profesionales del mundo por eso la mejor manera de entender a la capital argentina es irse de gira por sus estadios. Esos teatros gigantes de concreto aparecen como puntos de referencia claves para perderse en el corazón de los barrios porteños

Buenos Aires tiene mucho de casi todo: edificios, autos, parques, teatros, gente, pero si algo distingue a la ciudad porteña por sobre el resto de las grandes metrópolis del mundo es que tiene canchas de fútbol al rolete. Hay quienes sostienen que Buenos Aires es la ciudad con más canchas del mundo. Son 18 en total. Pero la discusión no está resuelta. Londres tiene 21, pero algunas de ellas están en desuso, mientras que en las porteñas se juega todos los días y a toda hora. Así que si uno quiere conocer en serio la Capital de la República Argentina no tiene que ir a la Rosada o ver el Obelisco. Debe perderse en el corazón de los barrios y visitar los estadios de fútbol.

«El proceso de popularización del fútbol fue paralelo al crecimiento urbano de Buenos Aires», sostiene el historiador Julio Frydemberg, en su libro Sociedad, ciudad y fútbol en la Buenos Aires de 1920-1930”. La ciudad empezó a convertirse en lo que es hoy entre finales del siglo XIX y comienzos del XX. No solo en infraestructura, sino también en población (crece de 800.000 a un millón y medio entre 1900 y 1915). La inmigración promovida por los gobiernos de la «Generación del 80» impulsó este crecimiento. Los extranjeros representaban casi el 50% de esa población.

De esos inmigrantes se nutrió el fútbol argentino. De los cruces entre quienes ya estaban y quienes recién llegaban surgieron los primeros clubes. Pero ningún club está completo sin una cancha. La tradición inglesa imponía que el prestigio de un «team» estaba dado por la posesión de un «field» en el cual recibir a sus rivales. Además, el estar asentado implicaba representar a ese barrio y empezar a sumar simpatizantes. Esa necesidad desató peleas y disputas por la conquista de los terrenos baldíos que dejaba la expansión inorgánica de la ciudad.

Corridos del centro, los equipos se internaron en lo que en ese momento era la periferia de la urbe. Algunos consiguieron asentarse y construyeron sus casas al mismo tiempo que crecían las barriadas a su alrededor. Es por eso que resulta difícil imaginar la topografía de Buenos Aires sin esas moles de cemento incrustadas en medio de manzanas de casas bajas o edificios tradicionales. No sólo por su impacto arquitectónico, sino también por las historias que bullen a través del cemento. Un estadio es más que un estadio, una cancha de fútbol también es un club. Es la concreta manifestación de una identidad que se funde con la del barrio. Por ejemplo, no se puede nombrar a La Boca sin La Bombonera.

«De nosotros se acuerdan porqué está «boquita» amigo…Vos venís a ver esto», Juan señala La Bombonera mientras compartimos involuntariamente un sándwich de bondiola en un bolichito ubicado sobre calle Brandsen enfrente del estadio Alberto J. Armando. Juan, de 53 años vividos en La Boca e hincha de Boca, asegura que si el club decidiera abandonar la zona, el lugar pasaría a ser uno más de los barrios olvidados del sur de la ciudad. Inaugurado en 1940, el reducto xeneize comenzó a construirse en 1924. Hasta ese momento, el club hizo de local en varios puntos del barrio en el que fue fundado y al que debe su nombre. Fundado por los mismos inmigrantes italianos que poblaban la zona, Boca y La Boca sellaron así su fusión eterna.

Esa conexión, otrora mimética, hoy es puro contraste. Con el tiempo Boca se volvió un representante de la oligarquía del fútbol argentino inserto en una barriada popular hasta las muelas. Los habitantes de La Boca, como Juan, ven el estadio más de afuera que de adentro. Como el club, La Bombonera es un elefante en un bazar. A uno se le cae encima cuando la encuentra después de deambular por las callejuelas coloniales de casas derruidas. Es más fácil llegar allí en el bus turístico que en el subte o en colectivo. Eso sí, hay que tener los $20.000 que sale el boleto.

Vale aclarar que tampoco es fácil llegar en subte a la cancha de River, pero los accesos y sus alrededores si están en las antípodas. Así como el estadio de sus primos luce incómodo en La Boca, el Monumental es un símbolo del ostentoso norte porteño donde está enclavado. Es una fortaleza moderna que respira entre amplios jardines. Custodiado por el Río de La Plata y el predio del Cenard, es el acompañante perfecto para las torres de último modelo y las casonas elegantes que lo rodean. Inaugurado en 1938 y remodelado en varias ocasiones, no necesita estar en un recorrido turístico para llamar la atención. River se mimetiza con Núñez. Si bien está lejos del microcentro, el camino hasta allí por avenida del Libertador es una invitación a conocer la Buenos Aires millonaria.

Si se quiere conocer el corazón de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires hay que visitar el estadio Arquitecto Ricardo Etcheverry. Para los conocedores del fútbol no hace falta aclarar que se trata del estadio de Ferro. La cancha es solo una parte de las dos manzanas enteras que tiene el club sobre avenida Avellaneda al 1000, en pleno barrio de Caballito.

Ferro es sinónimo de Caballito y viceversa. Frydemberg destaca que, en aquellas luchas de principios de siglo por encontrar un lugar para jugar, los terrenos más preciados eran los baldíos y quintas cercanas al ferrocarril. Por eso el “Verdolaga” fue uno de los grandes ganadores. Fundado por empleados del Ferrocarril del Oeste, contó con el apoyo de los directivos ingleses que le cedieron esos terrenos de los que nunca se mudó. Allí fue construyendo una de las historias más tradicionales del deporte argentino.

Ferro es un club de clase media en un barrio de clase media. Sufrió los mismos avatares que la barriada a la que representa. Hoy es uno de los símbolos de un barrio que se aferra a su tradición para defenderse de la invasión inmobiliaria, que pone torres donde antes había casas bajas con jardines. Llegar es fácil. Tómese la línea C y bájese en la estación Acoyte o súbase a una de las 20 líneas de colectivo que lo pueden llevar, preferentemente el 55. De paso conozca ese predio hermoso que es el parque Rivadavia. La cuestión del “corazón” no es tan metafórica. A tres cuadras de la cancha está el centro geográfico de la ciudad.

El día en que el autor de estas líneas recorrió Caballito, descubrió lo que es el dolor en las plantas de los pies. Como buen novato en Buenos Aires supuso que sería sencillo conocer dos barrios en un mismo día. Tomando por avenida Avellaneda camino hasta Eleodoro Lobos, dobló a la izquierda y se encontró con el Parque Centenario. Fueron 20 cuadras interminables. Ese espacio verde circular al que arribó es el punto de encuentro de varios barrios porteños. Allí se termina Caballito y allí comienza Villa Crespo. Para decirlo de otra forma, allí se termina Ferro y empieza Atlanta.

Si uno sale del parque por Camargo, la escenografía muta de verde a azul y amarillo. Tras doce cuadras de edificios bajos y olor a pastelería europea, se llega al estadio León Kolbowski. Inaugurado en 1960, sobre la base del anterior, es el hogar del “Bohemio”. El apodo del club tiene que ver -entre otras cosas- por lo mucho que peregrinó hasta encontrar su sitio en Villa Crespo, en 1912. Una vez instalado, se volvió una referencia para el barrio que recorrió el Adán Buenos Aires de Leopoldo Marechal.

“No le hagas caso a la pajarera que hay allá atrás”, me dice Claudio, socio del club mientras prueba un bocado de una milanesa de 20 centímetros de largo que descansa sobre una montaña dorada de papas fritas. Estamos en Los Bohemios, el bodegón que funciona en la sede del club sobre calle Humboltd, rodeados de fotos y camisetas enmarcadas. La pajarera a la que se refiere es el Movistar Arena. Un cuadrado gris de cemento dantesco que contrasta con todo el barrio. Es un espacio destinado a espectáculos, construido al lado de la cancha hace algunos años, contra la voluntad de los propios vecinos. Parecido a lo que ocurre en Caballito, el club resiste como lo tradicional frente al avance de la Modernidad. Si no quiere hacer como quien escribe y sentir puntadas en la parte baja del pie, tome la línea B del subte y baje en la estación Dorrego.

Si de avenidas y parques se trata esta historia futbolera, no podemos dejar de nombrar a Huracán. El “Globo” tiene su sede en plena avenida Caseros, justo al frente del Parque de los Patricios. Visitar el Tomás Adolfo Ducó es una excusa para conocer el barrio que lleva el mismo nombre que el parque.

Para llegar hasta allí basta con tomar la Línea H (si, si, justo esa letra) del subte, que atraviesa de norte a sur la ciudad, con destino a la terminal Hospitales. La penúltima estación es “Parque Patricios”, ahí hay que bajarse. La boca de la estación da justo a la histórica esquina de Caseros y La Rioja. Es allí donde se juntan los hinchas de Huracán antes y después de los partidos. A 100 metros está la sede del club y en frente, el parque. En esa intersección comienza la peregrinación que toma rumbo sureste hasta llegar a avenida Amancio Alcorta, entre Colonia y Luna, hogar del Ducó. El trayecto, de unas diez cuadras, es custodiado por las leyendas de la historia del Globito. César Menotti, Herminio Masantoño, Miguel Brindisi, Carlos Babington y René Houseman lo miran pasar a uno desde los murales pintados en casas y talleres. “Somos del barrio de la Quema, el barrio de Ringo Bonavena”, reza una pintada de avenida Colonia en la que se lo puede ver al campeón argentino de los pesos Pesados con su particular sonrisa.

Huracán, Bonavena y la Quema son la tríada fundamental de un barrio obrero desde su nacimiento. Caminar por sus calles recuerda al barrio Alberdi, con sus veredas anchas y los chicos jugando a la pelota bajo la sombra de árboles altos.

En Buenos Aires cada barrio tiene su cancha. Un club que lo pinta de cuerpo entero, ya sea desde la mímesis -como River con Núñez o Ferro con Caballito- o desde la contradicción como es el caso de Boca con La Boca. Por eso, si lo que se pretende es conocer Buenos Aires, no hay mejor método que organizar un buen tour de estadios y de paso darse un gusto gastronómico en sus sedes, poseedoras de los mejores bodegones de la ciudad.

Por Agustín Hurtado, periodista deportivo y docente en la Universidad Nacional de Río Cuarto.

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